Daniel Barenboim al frente de la Staatskapelle de Berlín. Foto: Holger Ketner
El director argentino-israelí y su Staatskapelle de Berlín cierran la temporada de Ibermúsica con dos programas espectaculares. El sábado 5 desgranan dos grandes poemas de Strauss: Don Quijote y Una vida de héroe. Un guiño al compositor bávaro en el 150° aniversario de su nacimiento que también ejecutarán en el Palau de Barcelona (el 7). El domingo 6 acometen la Inacabada de Schubert y la Sinfonía n°2 de Elgar.
El programa del día 6 es más recogido. Viene compuesto por otras dos composiciones. La primera es la Sinfonía Inacabada de Schubert, un milagro de lirismo poético, de metodismo refinado, de construcción. El drama aleteante, en tonalidades oscuras, de su movimiento inicial, contrasta, en rara unidad, con la efusión y la diáfana exposición del segundo. Completa el concierto una obra que pertenece a una estética muy alejada: la Sinfonía n° 2 de Elgar, una partitura extensa, majestuosa, de intrincada poesía, muy elaborada y con grandes frases, en la estela de la música victoriana de altos vuelos, que Barenboim acaba de grabar para Decca.
Programas para una batuta sólida, competente, conocedora y versátil, sabedora de los secretos de la planificación, cálida y serena, constructora y dominadora de las más variadas dinámicas. Esta no es otra que la del director judío, que lleva en la sangre y en la mente todos esos pentagramas. Está claro que a Barenboim, por espíritu y querencia, se le puede considerar inmerso en la tradición germana y que sirve, por su cultura y manera de ver la música, una forma de hacer heredada de las antiguas y en algún caso pioneras batutas, a las que respeta y sigue desde sus propios presupuestos analíticos e interpretativos. Ligado a la filosofía furtwangleriana, el director circula por caminos de honda penetración, sondeando precipicios y ascendiendo a cumbres arriscadas, imbuido ya de un lenguaje y un modo de proceder respecto a los diversos parámetros que configuran las obras sinfónicas más acrisoladas. El pulso del artista no suele vacilar, aunque en ocasiones no termine de equilibrar con total claridad las voces. Pero conserva esa ardiente palpitación que marca el devenir del discurso musical.
A veces las elongaciones, los pianísimos, los portamentos, los contrastes, pertenecen a una órbita eternamente postromántica, que aun así su batuta sabe estructurar. Está muy unido a su orquesta berlinesa, de interesante y muy germánico espectro sonoro, penumbroso, compacto, vigoroso, que él acierta a encauzar y del que extrae insólitos colores, tan necesarios en las obras de Strauss, que refulgen de manera casi plástica. Barenboim se muestra bien anclado en el podio, piernas en abierto arco, brazos en ángulo, mímica sobria, controlada, con nervioso dibujo de anacrusas y movimientos en todos los planos. Posee un indudable ascendiente sobre sus músicos, que han aprendido a respirar, a veces un tanto entrecortadamente, con él, constituyendo una espléndida e indivisible unidad.