Le nozze di Figaro es una de las óperas más perfectas de la historia. La narración, equilibrada, bien ensamblada, fluida, en la que brillan tanto la melodía como los factores armónicos y constructivos, la certera pintura de personajes, finamente caracterizados, el humor discreto y el erotismo que todo lo perfuma hacen de esta ópera un prodigio que ha de ser analizado rigurosamente y expuesto con refinamiento y, sobre todo, naturalidad. Ha de servir las premisas del arte de canto del propio Mozart.



La ópera se exhibe en el Real a partir del próximo lunes, 15; de nuevo, en la atractiva y perfumada versión a la española firmada por Emilio Sagi, que tanto éxito tuviera en el mismo escenario en 2009 y 2011. Parece excesiva esta repetición. Aunque la producción es propia (junto con la ABAO y el Pérez Galdós) y hay que sacarle rendimiento. Y, después de todo, Le nozze son Le nozze. Y no nos cansamos de verla y escucharla. Sagi desarrolla la acción en una bella escena goyesca ideada por Daniel Bianco.



El reparto cambia con respecto a las ocasiones anteriores, aunque permanece un nombre de la primera, el del bajo Luca Pisaroni, Fígaro, que ahora cantará el Conde de Almaviva. Buena voz, no del todo timbrada, y buena planta. Se alterna con Andrey Bondarenko, una de las muy jóvenes luminarias del Mariinski. La Condesa se la reparten dos sopranos líricas, la ucraniana Sofia Soloviy, de timbre algo nasal pero terso y espejeante, y la escultural alemana Annett Fritsch, de menor entidad vocal. Buen Fígaro puede ser Andreas Wolf, de voz muy lírica y fácil, que alterna con Davide Luciano, de instrumento más oscuro y contundente, aunque no de mayor calidad. La que tienen sin duda la rusa Elena Tsallagova y la ucraniana Lena Belkina, que cantan Cherubino. En el foso se sitúa el recientemente nombrado titular Ivor Bolton, artista muy hecho a esta música, ágil contador de historias, conocedor del estilo. La duda reside en si sabrá otorgar al conjunto la vivacidad, la espirituosidad y la levedad de texturas precisas.