Gustavo Tambascio. Foto: César Sánchez

El director explora en la obra del Premio Nobel El loco de los balcones el territorio fronterizo entre la realidad y los sueños

A la inabarcable obra escénica de Gustavo Tambascio se añade ahora, a partir de este miércoles, 17, un nuevo desafío: subir al Teatro Español El loco de los balcones, la tercera entrega que su programación dedica a la obra escénica de Mario Vargas Llosa. Desde los primeros pasos del proyecto el nombre de Tambascio ha estado "íntimamente vinculado" a José Sacristán, "en quien el autor llevaba pensando muchos, muchos años". Y es que sin la monumentalidad y los "vapores" de este profesor Brunelli la obra no hubiese llegado a Madrid. "Sin él no sería concebible esta escenificación", reconoce Tambascio, que se declara lector de Vargas Llosa desde que tenía 17 años. A esa edad descubrió La ciudad y los perros, novela que le provocó un irreversible estado de ‘shock' "por su fuerza arrolladora". Luego se adentró en los "meandros amazónicos" de La casa verde, y así a lo largo de su novelística, hasta descubrir, en 1980, La señorita de Tacna durante su estreno mundial en Caracas con la gran Norma Aleandro.



Para asimilar un paso tan radical entre narrativa y literatura dramática tuvo que esperar mucho tiempo. Los años de madurez, y su ya larguísima travesía por la escena, le permitieron comprender la peculiaridad de la dramaturgia del Nobel, basada en un permanente juego con la verdad. La realidad -y esto, según Tambascio, es igual que en las grandes novelas suyas, "en particular en Historia de Mayta"-, no fue exactamente como los personajes nos quieren hacer ver: "El pasado y el presente se entremezclan, constituyen un continuum, las cesuras temporales casi nunca son indicadas, y nosotros avanzamos en ese terreno laberíntico, en cuyo trecho final resignificamos toda la información y reconstruimos el puzzle. El resultado de este teatro es demoledor, porque entre los sueños y las aspiraciones (o fantasías) de una persona, y la realidad pura y dura, suele existir un hiato brutal".



- ¿Está todo esto en el Brunelli de Sacristán?

- Sacristán lo es todo. "Es" sencillamente ese personaje. En torno suyo se construye la fábula. He usado, al hablar con los actores, la metáfora del "planeta Sacristán". Él emana las vibraciones, las luces y las sombras de sus emociones a través de su incomparable voz. De su abandono a la fantasía y de su súbita inmersión en la realidad. De la poética y, por momentos, del drama más seco y duro. En su entorno gravitan distintos astros de otras intensidades. Se fusionan, se colisionan, son absorbidos por él. El papel es monumental, un corpus de texto gigantesco. Es un poema sinfónico para violonchelo (la voz de Sacristán) y para otros instrumentos (los excelentes actores que movilizan energías muy distintas) en el que pasamos del scherzo de su encuentro con el borracho al allegro operístico de la cruzada, a enfrentamientos colosales con el doctor Quijano, al choque con la energía arrolladora del Ingeniero Cánepa y al descenso bestial a la realidad de su hija, o lo que el propio Sacristán llama su duelo de western con Teófilo Humanai, el asteoride más alejado pero más temido dentro de su universo.



- ¿Busca en Brunelli alguna simbología concreta?

- Debo introducir mi subjetividad, no puedo evitarlo. Es un expatriado. Alguien que dejó su país hace muchísimos años y que trata de construir un mundo integrador con una sociedad que le es indiferente, a través de la pasión obsesiva. Así como los hispanistas anglosajones y de otras procedencias desarrollan una dedicación monotemática sobre alguna figura que entienden poco reconocida, Brunelli se convierte en el cruzado de los balcones. Trata de rescatar los elaboradísimos y ornados balcones de la Lima antigua del recinto amurallado imaginario en el que elige vivir.



- ¿Diría que la obsesión del personaje representa de algún modo la soledad de la utopía?

- Brunelli es totalmente utópico. Un italiano de la tradición humanista y de la ciudad ideal, La citta del sole, de Campanella, donde no sólo la arquitectura sino también los hombres son mejores. Su sueño, de todas formas, no puede ser sacralizado del todo. Su confrontación con personajes de la izquierda revolucionaria de raigambre campesina, o con ingenieros carentes de toda idea de conservación (¡estamos en los años 50, esos criterios no existían casi en ninguna parte!) permite entrever otros aspectos de la verdad: urbanísticos, económicos, sociales... En el terreno del amor, aquí representado por su adorada hija Ileana, la entrega incondicional a su causa perdida lo convierte en un ignorante de sus avatares románticos, de sus auténticas necesidades como persona y como mujer que aspira a la independencia.



- ¿Cómo encajaría esta obra con otras del autor como La Chunga o Kathie y el hipopótamo?

- En La Chunga y Kathie, el tema central es el amor, o, mejor dicho, la memoria engañosa del amor. Una se desarrolla en la sordidez de un cafetín prostibulario y la relación central, enmascarada de todas las formas posibles, es lésbica. No encontramos violencia, muerte, degradación... En Kathie estamos de alguna manera ante un amour de glamour, una seducción de savoir faire a la francesa, entre intelectuales reales o presuntos, en una buhardilla de París, con ecos de Charles Trenet o Jean Sablon (más un memorable surfeo en las olas del Waikiki). Dos caras de un Vargas Llosa que desciende a los bajos fondos o que emerge al cosmopolitismo de su sempiterna Miraflores. El loco de los balcones tiene poco que ver temáticamente con estas obras. Aquí el objeto amoroso no es de carne y hueso; ni siquiera pertenece al presente. Es una construcción artístico-ideológico-estética de un pasado, que ni siquiera sabemos si existió tal como su protagonista lo sueña.



- ¿Acepta las sugerencias del equipo? ¿En qué aspectos ha intervenido el Premio Nobel?

- Oigo a mis diseñadores, oigo a mi músico, hablo con mis actores largamente. Trato de suscitar sus emociones. Eso sí, la idea rectora puede ser sólo una: la que produjo mi lectura minuciosa del texto y que ellos interpretan de manera cabal y brillante. En cuanto a Vargas Llosa, su intervención ha sido importantísima: en explicarme que Brunelli existió de verdad (como casi todos los personajes de su narrativa) y que fue un profesor suyo de Historia del Arte. En el carácter operístico (italiano al fin) de su sueño, lo que me permitió realizar la complicada escena de los cruzados como un remedo ingenuo del drama lírico del Rossini serio, del primer Meyerbeer, de Bellini... En ver las aristas del único personaje que habla en "peruano" de la obra (cosa consensuada): el dirigente Teófilo Huamani, a quien yo vi como un trasunto de Mariátegui, fundador del PC peruano. Vargas Llosa agregó datos de los años 50 y 60... Él no es un autor intervencionista, su respeto por la creación de los actores y por el lenguaje de la puesta en escena es total. En este aspecto, fue taxativa su aprobación de la escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda, y su forma de plasmar el contraste entre la realidad y el mundo de fantasía que le pedí. Desde la ciudad soñada hasta el nunca creado museo de balcones, todo lee la mente de Brunelli. En fin, en decirnos a todos que lo que para Alonso Quijano son las novelas de caballería, para Brunelli es la Lima más que cuatricentenaria. Ama esa ciudad que ya no existe, y eso le hace contemplar a su Dulcinea particular. No en vano, la llama su "putanilla" pero adjudicándole fragancias de emperatriz o de princesa.