Fernando Cayo y Pepe Viyuela aguantan el asedio del rinocerontismo. Foto: Marcos Gpunto.

El choque de la conciencia individual frente a las megalomanías colectivas. Ese es el núcleo de El rinoceronte, la obra con la que Ionesco formuló su rechazo al nazismo y, por extensión, a todo proceso totalitario. Ernesto Caballero retoma esta fábula intemporal con un montaje protagonizado por Pepe Viyuela. La estrena el miércoles (17) en el María Guerrero. Buen momento para reflexionar sobre la vigencia del teatro del absurdo.

Reconoció Ionesco que el chispazo que le inspiró para escribir El rinoceronte fue el auge del nazismo. Cómo poco a poco fue ganando adeptos, pasando de ser un movimiento minoritario de exaltados a ser una marea social que alzó hasta el poder a un psicópata sanguinario. Fue un proceso gradual pero imparable: las camisas pardas y las esvásticas proliferaban por todas partes. También le conmovió (y avergonzó) cómo en la Francia ocupada los colaboracionistas se multiplicaban cada día. Hay que recordar que fueron cuatro (honrosos, admirables) gatos los que se echaron al monte con la Resistencia. "Pero El rinoceronte va mucho más allá de la metáfora antinazi. Su planteamiento la trasciende, por eso no tiene fecha de caducidad", advierte Ernesto Caballero a El Cultural.



El director del Centro Dramático Nacional reposa en un sillón de su despacho del María Guerrero. Acaba de cortar el ensayo de su adaptación de la parábola de Ionesco, que estrena en este teatro el próximo martes (17). Durante el receso, desgrana su apremiante vigencia y analiza por qué su carga crítica no se ha diluido con el tiempo : "En el fondo, el conflicto que muestra es el de la conciencia individual frente a los proyectos o inercias colectivas. Nos alerta del peligro de que la manada pueda disolver la personalidad". Un riesgo que se concretó, trágicamente, en el enfrentamiento de los radicales del Atleti y del Depor a la orilla del Manzanares. Puros rinocerontes envistiéndose con ferocidad animal. Pero esa amenaza, la de que la sociedad se vea seducida por ideales totalitarios o conductas degradadas, utiliza muchos señuelos para ganarse feligreses: el patriotismo que conduce al nacionalismo excluyente, las modas azuzadas por la publicidad que desembocan en el consumismo desaforado, la atracción por el dinero y el poder que anega de corrupción las instituciones públicas y financieras...







De todas estas derivas andamos sobrados y por eso Ernesto Caballero ha decidido rescatar el texto de Ionesco, a lo largo de cuyos tres actos los personajes van experimentado una llamativa metamorfosis: pasan de ser personas a rinocerontes. Un proceso que termina por arrinconar al protagonista, Berenger, que ve cómo todo su entorno sufre esta mutación. Primero, le toca de lejos: son tipos desconocidos los que empiezan a lucir cornamenta. Pero, poco a poco, la epidemia le va cercando: de pronto, compañeros de trabajo pasan al otro bando, luego sus amigos y finalmente su pareja. Hasta quedar solo, resistiendo, único bastión de la dignidad humana.



Héroes contra pronóstico

Eso sí, Ionesco no perfila un héroe romántico. Berenger es un borrachín indolente, con la voluntad anulada por el alcohol y la desidia. "Este detalle hace mucho más atractivo El rinoceronte. Ionesco nos presenta a un personaje al que se le ven las costuras. No es un tipo de una pieza", apunta Caballero. "De hecho, al final reconoce que desearía convertirse en rinoceronte para acabar con su tormento. Para mí representa ese ciudadano anónimo que no se significa, que no se va jactando de sus ideales o de una impecable moralidad, el que responde ‘no sé/no contesta' en las encuestas, que parece pasar de los asuntos comunitarios, pero que luego, en una situación límite, hace aflorar la grandeza de su dimensión humana. Yo tengo mucha esperanza en este tipo de ciudadanos, creo que por ellos empezará la verdadera regeneración".



Ionesco era un hombre de escena omnívoro, lo reciclaba todo para el teatro" Ernesto Caballero

En el montaje del CDN, ese antihéroe lo encarna Pepe Viyuela, cuyo potencial como clown entronca a la perfección con los gustos de Ionesco. Aunque Caballero ha querido limar la "guiñolización" a la que propende el texto (explícita en las acotaciones de Ionesco). Lo acompañan sobre las tablas un elenco numeroso, con José Luis Alcobendas, Fernando Cayo, Ester Bellver, Bruno Ciordia, Janfri Topera... Todos ellos toman el testigo de montajes históricos. El rinoceronte, terminada por Ionesco en 1959, fue la primera obra que le procuró un público amplio e internacional. Ya había escrito La cantante calva (1950) y Las sillas (1952), que hoy son dos de sus obras más populares pero que en su día fueron acogidas con desconcierto. Jean-Louis Barrault la estrenó en el Odeon París en 1959 y sólo un año más tarde Orson Wells estampó su rúbrica en una producción londinense presentada en el Royal Court Theatre, con Laurence Olivier en la piel de Berenger. A España, curiosamente, llegó muy rápido: en 1961, de la mano de José Luis Alonso. Fue exhibida también en el María Guerrero. Luego, apenas hay rastro de este título en nuestras carteleras.



Caballero lo achaca a las dificultades técnicas que entraña cristalizarlo sobre la escena y a la heterodoxia de Ionesco, difícilmente adscribible a corrientes estéticas o ideológicas codificadas como sistemas cerrados. Y aquí surge un debate de gran interés. Porque es cierto que Ionesco ha pasado a la historia como uno de los máximos exponentes del teatro del absurdo. Pero él siempre renegó de ese marchamo. "Lo mío es teatro de la dérisión (burla, risión)", decía. Se veía a sí mismo como un defensor del teatro tradicional, como "un realista supremo": "Creo que el sentido de la vanguardia debe ser redescubrir -no inventar- en su estado más puro las formas permanentes y los ideales olvidados del teatro". Parece una ironía pero no lo es en absoluto, según Caballero: "Ionesco era un hombre de escena total, un autor omnívoro que digería todos los materiales de la realidad y los reciclaba para el teatro. Su lenguaje sigue muy vivo. En él funde el eslogan publicitario, la cita filosófica, el aforismo callejero... Eso es lo que lo hace tan moderno, porque el teatro ha avanzado por ahí y esas combinaciones constituyen el verdadero realismo, no el que formularon algunos autores canónicamente realistas, pero demasiado encorsetados por preceptos ideológicos y carentes de sentido del humor".



La etiqueta de 'absurdo' equívoca. Bajo la apariencia de confusión, subyace un orden" Alfredo Sanzol


Suscribe esa visión Alfredo Sanzol, que el año pasado montó Esperando a Godot de Beckett (otro de los emblemas del absurdo) y esta temporada ha vuelto a acreditar su parentesco con este movimiento en La calma mágica, pieza delirante y divertidísima, con una estructura y una intención (homenajear a su padre recién fallecido) perfectamente hilvanada. Y esa es, comenta a El Cultural, también la receta que aplicaron Ionesco, Beckett y compañía: "La etiqueta de ‘absurdo' es poco apropiada, equívoca. Bajo la aparente confusión de sus obras, si escarbas un poco, existe una maravillosa habilidad para construir el caos, para reordenarlo con otras reglas y una precisión extrema en la progresión dramática". Lo cierto es que su gramática descoyuntada y sus farsas metafísicas ampliaron la experiencia teatral. Y fueron muchos los sucesores que expandieron su legado, algunos tan ilustres como Fernando Arrabal, Edward Albee, Tom Stoppard, Tina Howe, Christopher Durang...



Ionesco fue siempre un verso suelto, aunque compartiese filias escénicas con una serie de autores: aparte de con el citado Beckett, también con Genet y Adamov. Pero su eclecticismo y el no aferrarse a credos definidos (y definitivos) han mantenido la frescura de su teatro casi intacta. Su condición de exiliado (rumano de origen pero trasterrado en Francia) le inmunizó, como a Berenger, frente a las masas electrizadas por totalitarismos rampantes. Lo dejó dicho en sus diarios: "Terrible exilio, solo, solo estoy, rodeado de gentes que para mí son duras como la piedra, tan peligrosas como las serpientes, tan implacables como los tigres. ¿Cómo se puede comunicar uno con un tigre, con una cobra, cómo convencer a un lobo o a un rinoceronte para que nos comprenda, qué lengua hablar? ¿Cómo hacerle admitir mis valores, el mundo interior que llevo conmigo? De hecho, estando como el último hombre de esta isla monstruosa, yo no represento más nada, salvo una anomalía, un monstruo. Sí, ellos me parecen ser rinocerontes".



Monstruos de la opinión

Caballero siente una antigua predilección por Ionesco. Estos días bucea en las motivaciones que condujeron al dramaturgo de origen rumano a escribir El rinoceronte. Unas declaraciones suyas, publicadas en Le Monde en 1960, han sido especialmente reveladoras: "Recordé haber estado muy sorprendido en el curso de mi vida por lo que podría llamarse la corriente de opinión, por su evolución rápida, su fuerza de contagio, propias de una verdadera epidemia. La gente se deja subyugar de pronto por una nueva religión, una doctrina, un fanatismo, en fin, por lo que los profesores de filosofía y los periodistas con pretensiones filosóficas denominan ‘el momento necesariamente histórico'. Asistimos entonces a una verdadera transformación mental. No sé si lo habéis observado, pero cuando la gente no comparte vuestra opinión, cuando no podemos entendernos con ellos, tenemos la impresión de hablar con monstruos. Tienen una mezcla de candor y de ferocidad. Os matarían a conciencia si no pensáis como ellos.Y la historia nos ha demostrado en el curso de este último cuarto de siglo que las personas así transformadas no sólo se asemejan a los rinocerontes sino que también se transforman en ellos". "Ahora bien -sentencia Ionesco-, es muy posible, aunque aparentemente extraordinario, que algunas conciencias individuales representen la verdad contra la historia, contra lo que se denomina la historia. Hay un mito de la historia, que ya sería hora de ‘desmixtificar', ya que la palabra está de moda. Son siempre algunas conciencias aisladas las que representan contra todos la conciencia universal".