Mágica atmósfera del montaje del fantasioso Laurent Pelly. Foto: Bill Cooper.

Llega al coliseo madrileño la ópera de Engelbert Humperdinck, que edulcora el relato de los hermanos Grimm y le imprime aliento wagneriano. El montaje, facturado en el Festival de Glyndebourne, lleva la fantasiosa firma de Laurent Pelly. Y Paul Daniel asume el gobierno del foso.

Una de las novedades de esta temporada del Teatro Real es, sin duda, Hansel y Gretel de Engelbert Humperdinck, ópera teóricamente para niños, de corte mágico, aparentemente ligera pero en el fondo muy seria, estrenada en el Hoftheater de Weimar en 1893, en un tiempo en el que, más o menos coetáneamente, se estaban ya alumbrando las primeras escaramuzas del verismo italiano. La obra, con libreto de Adelheid Wette, hermana del compositor, sobre el cuento de los hermanos Grimm, se encuadra en la tradición popular alemana y se inscribía en el estilo de la Märchenoper u ópera-cuento de hadas, que conectaba de pasada o rozaba ciertos aspectos de la producción de Wagner. Fue un mecanismo quizá defensivo de numerosos epígonos, entre los que se encontraba el propio hijo del autor de Tristán, Siegfried, que escribiría en 1899 su Bärenhäuter (El haragán).



Humperdinck, que había estudiado con Hiller, Rheinberger y Lachner, quedó absolutamente impresionado al escuchar en Múnich en 1878 El anillo del nibelungo. Luego conoció a su creador en Italia y le siguió hasta Bayreuth, en donde contribuyó al estreno de Parsifal en 1882. No es raro por ello que la técnica wagneriana del leitmotiv sea empleada mesuradamente con una instrumentación aérea, jugosa, de gran atractivo melódico en esta su primera ópera y que la aplicara asimismo a otra nueva ópera mágica, "para niños", Königskinder (1910).



Ese mimetismo no lastraría la inspiración de Humperdinck en este cuento musical, edulcorada visión de la narración de los hermanos Grimm. Temas folclóricos extraídos del Das Knaben Wunderhorn son combinados hábilmente con otros de nuevo cuño, que, de manera tan delicada como vigorosa, entran a formar parte de la íntima estructura musical de la ópera. Melodías provenientes del lied pululan por doquier a lo largo de una narración de una fluidez extraordinaria, sin puntos muertos ni detenciones caprichosas. Es admirable el uso de la polifonía y asombra la transparencia de la orquestación, lo mismo que el arte para variar las ideas sobre la marcha en un continuum enriquecedor.



Las páginas meramente orquestales, como la Obertura, la Pantomima y el Preludio del tercer acto están trazadas de mano maestra. Y es un hallazgo cómo los temas feéricos se oponen, entrelazándose, a los terroríficos alusivos a la Bruja. Al final de la ópera suena triunfal el tema básico con el que se abría la composición. La hechicera viene pintada con los rasgos de una grotesca walkiria. En el vals que cierra la escena 3 del segundo acto creemos escuchar un retazo de Los maestros cantores de Nuremberg.



La producción que se va a contemplar en el Real a partir del día 20 de enero -y que sustituye, por razones presupuestarias, a la anunciada de Joan Font de Comediants- fue muy bien recibida en su estrenó en Glyndebourne. Viene firmada por el fantasioso Laurent Pelly, reciente triunfador en Madrid con La hija del regimiento de Donizetti. Algunas de las peripecias de los arrapiezos transcurren en un supermercado. Hay una buena batuta, sólida, segura -esperemos que también coloreada-, la del inglés Paul Daniel, actual titular de la Filharmonia de Galicia y a quien reemplaza el 27 de enero el joven gallego Diego García Rodríguez, y voces en principio muy adecuadas: Bo Skovhus y Diana Montague como los padres, Alice Coote y Sylvia Schwarz como los hermanos, Elena Copons como El arenero y el Hada dormida y Ruth Rosique como el Hada del rocío. La Bruja se encomienda, en solución peligrosa pero que puede tener su punto, no a una mezzo, sino al tenor José Manuel Zapata.