Carlos Hipólito y Gloria Muñoz interpretando la obra Todos eran mis hijos. Foto: PTC/TE

En 1950, cuando Arthur Miller empezaba a convertirse en el dramaturgo de prestigio que más tarde sería, estrenó en el Broadhust Theatre de Nueva York (el mismo donde ahora Bruce Willis va a hacer Misery) una adaptación de Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen, con el gran Fredric March como protagonista. Es éste un dato relevante, porque si algún teatro parece haber influido en el autor norteamericano es precisamente el del noruego. Sin embargo hay diferencias claras entre ambos: Ibsen, pese a su apariencia de funcionario quisquilloso era un poeta con una vena salvaje, mientras que Miller respondía al arquetipo del intelectual judío neoyorquino, mucho más cerebral que apasionado. En el texto original, Stockmann, superhombre nietzschiano, clama: "¡La mayoría está siempre equivocada!", mientras que en la versión de Miller la frase es: "¡La mayoría nunca tiene la razón hasta que hace las cosas bien!". Marcos Ordoñez llamó una vez a Miller Miss Conciencia Social 1940, y de hecho es su tendencia a permitir que el sermón supere a la poesía lo que hace que hoy, a cien años de su nacimiento, su obra haya quedado relegada a un segundo plano.



Arthur Miller era hijo de uno de aquellos medianos empresarios que se arruinaron durante el crack del 29: un niño rico súbitamente obligado a ganarse la vida en trabajos humildes. Esta situación familiar aparece ya en su primerísima obra No villain, escrita por el autor en la universidad. El binomio familia/economía reaparecerá en su primer éxito, Todos eran mis hijos, donde el protagonista hace fortuna traicionando a su antiguo socio y suministrando al ejército piezas defectuosas para aviones, lo cual provoca la muerte de varios muchachos, entre ellos su propio hijo. Es habitual citar la Tragedia Griega como referencia de esta pieza, pero de nuevo encontramos ecos de Ibsen: nos vienen a la mente Borkman o El pato salvaje. Tolcachir demostró en su reciente versión que la obra aún aguanta al tiempo si se le hace una poda adecuada y cuenta uno con actores solventes; y es aquí el momento de recordar que Miller tuvo la suerte de coincidir con una generación extraordinaria de intérpretes: Ed Begley, Lee J. Cobb, Eileen Heckart, Arthur Kennedy, George C. Scott, Barbara Loden o Jason Robards son algunos de los nombres que ayudaron a imponer la dramaturgia milleriana. El éxito de Todos eran mis hijos fue un caramelo envenenado, porque puso en marcha la imagen pública de Miller como autor "comprometido" que tantos problemas le traería con el Comité de Actividades Antiamericanas.



La historia considera Muerte de un viajante como la obra suprema del autor. Obtuvo el Pulitzer, fue un éxito de público y crítica en Broadway, donde se repuso varias veces, y se ha hecho en cine y televisión, aparte de estrenarse por todo el mundo, incluyendo China, donde fue dirigida por el propio Miller. Aquí la estrenó Tamayo en versión de López Rubio, con Carlos Lemos, Pepita Díaz y un Paco Rabal jovencísimo, y sería recuperada mucho más tarde por Juan Carlos Pérez de la Fuente con José Sacristán y la inolvidable María Jesús Valdés. Sin embargo, hay algo en esta pieza que se pierde cuando se la extrae de la cultura norteamericana: la obsesión por un éxito social construido a través de la entrega incondicional al trabajo y del sacrificio de la vida familiar nos deja un poco fríos a los que somos de sangre mediterránea.



El Crisol, conocida entre nosotros como Las brujas de Salem, fue la honorable respuesta de Miller a los delirios del senador McCarthy y a la cobardía de los colegas que, como Elia Kazan, aceptaron humillarse durante la Caza de Brujas para salvar sus piscinas, como más tarde ironizaría Orson Welles. La obra fue un éxito también en Francia porque con ella se subió por primera vez a las tablas otra pareja de artistas comprometidos, Yves Montand y Simone Signoret, por entonces defensores del Partido Comunista. Además hicieron una versión cinematográfica, pero, como recordó más tarde la bellísima Simone, el único gran país que no quiso proyectarla fue la URSS...



Después de la caída fue un golpe de timón por parte de Miller: abandonando el naturalismo y la estructura más o menos lineal sobre los que había articulado sus piezas previas, la obra tiene lugar en la mente del protagonista, un trasunto del propio Miller que dramatiza con impudor los conflictos sentimentales vividos durante su relación con Marilyn Monroe. Este texto es uno de los menos populares de Miller, pero juro que no es por llevar la contraria por lo que lo considero uno de los más interesantes: el dramaturgo estaba aquí tensando valientemente sus propias cuerdas. Pero el teatro es, se diga lo que se diga, un oficio conservador: a partir de aquí, Miller empezó a convertirse en uno de esos autores que son más famosos por lo que hicieron que por lo que hacen. Incidente en Vichy se estrenó en Broadway, pero apenas duró un puñado de funciones. Todavía El precio, sobre dos hermanos que llevan años sin verse y se reencuentran para vender los muebles de la casa familiar, consiguió superar las 400 representaciones, pero la crítica le había abandonado. Sus piezas cortas de los años 70, o las más largas de los 90 fueron fracasos críticos y de taquilla. En Broadway había triunfado el entretenimiento, y ya no había lugar para un teatro de la conciencia.