Escena de la obra Las brujas de Salem representada en el Teatro Español en 1956. Foto: Gyenes

En ciertos dramas de Arthur Miller las mujeres parecen destinadas a gravitar como satélites alrededor de los protagonistas masculinos, héroes fracasados que cargan con el peso del mundo. Si la familia es el núcleo central para evocar las presiones sociales sobre los individuos, la figura de la esposa-ama de casa es una sombra en segundo plano.



El profesor Jeffrey Mason considera que en las obras iniciales de Miller los roles femeninos pertenecen a dos estereotipos: esposas y amantes. Las primeras son complacientes y sacrificadas, y las segundas, tentadoras y sensuales; en ambos casos, con personalidades pasivas, sin individualidad propia y sólo definidas en relación con los hombres. Martin Gottfried llega a decir que "las obras de Miller son esencialmente historias de hombres", pero una mirada más atenta sobre Linda Loman, la esposa en Muerte de un viajante (1949), o sobre Kate Keller, la madre de Todos eran mis hijos (1947), nos llevará a comprender que en esas mujeres desvaídas se agitan los mismos dilemas éticos que abruman a su maridos. Se revelarán más inteligentes y complejas, más lúcidas y resistentes, las que sobreviven cuando ellos resultan arrasados por las circunstancias sociales.



En el Primer Acto de Las brujas de Salem, dice el autor: "La caza de brujas fue una manifestación extrema del pánico que se apoderó de todas las clases sociales cuando la balanza empezó a inclinarse a favor de una mayor libertad persona". Naturalmente, Miller está haciendo un paralelismo entre el Salem de 1692 y las listas negras alentadas por McCarthy en los 50. Pero aunque la radicalidad religiosa y las venganzas de un pueblo sean el caldo de esta obra, los personajes femeninos ponen en jaque el puritanismo colectivo. Impetuosas, sensuales, conscientes de pulsiones prohibidas, las acusadas se perfilan como mujeres de sexualidad moderna.



Cuando Miller se casa con Marilyn Monroe, y escribe para ella el guión de Vidas rebeldes (1961) su objetivo era enfrentarla a un trabajo serio de interpretación, pero la Roslyn de la trama resultó demasiado parecida a la sensual y vulnerable Marilyn. A partir de su ruptura con Monroe, sus personajes femeninos lucharán contra la enfermedad mental. La Sylvia de Cristales rotos (1994) representará el horror por la barbarie nazi y la incapacidad de Europa para salvar a los judíos, pero también encarnará a las mujeres hondamente devastadas psicológicamente. En Después de la caída (1964), Miller quiso exorcizar sus años con Marilyn. El personaje de Maggie es el alter ego de la actriz, con su inocencia y su necesidad de autodestrucción. Quentin, el protagonista, evocando a las mujeres de su vida, comprende la imposibilidad de salvar a una mujer que no quiere ser salvada.



¿Puede alguien salvar al otro? Difícilmente en la dramaturgia de Miller. Sus mujeres están en la bruma, entre el encierro y la supervivencia, pero, con sus contradicciones, tienen mucho de carne y hueso.