Philip Glass
En los años 70 a muchos se les indigestaban las repeticiones machaconas de la música minimalista de Philip Glass (Baltimore, 1937). En esa época, cuando intentaba asentarse como compositor, después de haber ejercido varios oficios menestrales (taxista, fontanero, mozo en una compañía de mudanzas), tuvo que aprender esquivar los objetos que le lanzaban en sus conciertos sus detractores, que se sentían víctimas de una mofa cuando sus estructuras minimalistas reincidían en una dos o tres notas hasta la saciedad. "Los huevos crudos no eran ningún problema. Al fin y al cabo, al impactar se rompían. El problema era cuando los cocían", recuerda en sus memorias, Words without Music, recientemente publicadas en los Estados Unidos. Medio siglo después la percepción de su trabajo ha mutado radicalmente. Hoy día es compositor de música clásica más famoso de los de Estados Unidos. O, como precisa el crítico Alex Ross, el único compositor vivo famoso de este país. Otros correligionarios del pentagrama se ubican muy lejos de sus 'picos' de popularidad: Steve Reich, John Adams...Glass ganó el pulso al público. Su música ha acabado calando en la contemporaneidad, casi como su banda sonora. Él tiene su particular teoría sobre el fundamento de la victoria de su fórmula. La enuncia al otro lado del teléfono, desde su estudio de Nueva York, en el que desarrolla jornadas estajanovistas: "Yo creo que todo se debe a Ravi Shankar, el maestro indio del sitar. A mediados de los 60 trabajé como asistente suyo. Por entonces yo no tenía ni idea de música india. Para tener alguna noción antes de empezar, me compré un disco. Lo estuve escuchando y me pareció que no tenía ni pies ni cabeza. Pero con el tiempo, a medida que fui profundizando con Shankar, me empezó a llamar la atención su estructura binaria. Fue todo un descubrimiento. Mi ópera Einstein on the Beach, de hecho, se basa en este patrón, muy sencillo de escuchar, sobre todo para la gente joven". Esa arquitectura cristalina y elemental se convirtió en su sello y su pasaporte hacia el futuro. "El lenguaje binario es el que utilizan los ordenadores. ¡Es el lenguaje del mundo moderno!", sentencia como si entonara un eureka.
Lo de que en la música había que tener paciencia lo aprendió en la tienda de discos que regentaba su padre. Este le encargó que se ocupará de la compras de la música clásica. Por entonces Glass contaba sólo 15 años y ya rumiaba lo de consagrarse a la escritura musical. Era un entonces un jovenzuelo de cabellos alborotados y talante rebelde que cursaba estudios de matemáticas y filosofía en un college de la Universidad de Chicago. Un día se enteró de una nueva grabación de la integral de cuartetos de cuerda de Schoenberg por el Julliard String Quartet. Adquirió cuatro copias para disgusto de su padre, que al escuchar aquel engendro atonal le preguntó, contrariado, si quería arruinarle el negocio. Le obligó a colocar aquellos discos la estantería dedicada al mainstream del género culto: sinfonías de Beethoven, sonatas de Mozart... A pesar de estar visibles en una posición privilegiada, transcurrieron siete años hasta que se vendió el último. El experimento, en cambio, no consiguió el efecto deseado por la autoridad paterna. Glass junior no se descorazonó. Su conclusión fue: "Puedo vender cualquier cosa si tengo suficiente tiempo". Esta otra de las anécdotas relatadas en Words without Music, donde hace especial hincapié los años en que forjó su identidad musical y de su vocación compositiva.
No fue hasta los 41 años cuando pudo consumarla en plenitud y en exclusiva. Fue en la época en que los encargos del cine le permitieron aparcar el taxi para siempre. Martin Scorsese, el hombre que había encumbrado a Robert de Niro como el taxista más famoso de la gran pantalla, le reclutó para su película Kundun. Luego le llamarían directores como Stephen Daldry (Las horas), Woody Allen (El sueño de Casandra)... En el terreno lírico fue también haciéndose un hueco. Sus 25 óperas, algunas perfiladas escénicamente por el ingenioso Bob Wilson, son hitos en la renovación de un género al que le cuesta coger el ritmo contemporáneo. Glass no manifiesta ese déficit. Muchos de esos títulos hurgan en los conflictos sociales de su entorno. Buen ejemplo es Appomattox, una pieza en la que enlaza la guerra civil estadounidense con la lucha por los derechos civiles en los 60. Era un toque de atención: "Ahora no debemos perder las conquistas de esos años". La escribió en 2005 y acaba de revisarla al hilo de las restricciones al derecho al voto promulgadas por algunos estados y los disturbios de Ferguson. La estrenó con toda intención en Washington en noviembre de 2015, introduciendo la gran marcha sobre la capital liderada por Martin Luther King. "No lo tenía muy claro pero fue un éxito. Hicimos seis funciones y se vendieron todas las entradas. Sentí que la mayoría del público sintonizaba con los ideales que se plasmaban".
Ese retroceso cívico puede acelerarse si Donald Trump toma la Casa Blanca. Es una amenaza en el horizonte que a Glass, sin embargo, no le quita el sueño: "Es muy improbable que lo consiga. Su discurso directo y duro de derechas genera la animadversión de sectores clave, como lo son las mujeres y los hispanos. A veces parece que Trump se dirigiese en exclusiva a viejos reaccionarios, una parte muy pequeña del censo. También hay que tener en cuenta que en muchos estados el índice de participación suele ser muy bajo, apenas un 40%. La política no despierta mucho interés. Pero si Trump disputa la presidencia creo que mucha gente que en otras circunstancias no se molestaría en votar, acudiría a las urnas para evitar su victoria".
Pero no es por sus óperas por lo que la Orquesta Nacional le ha reclutado para su Carta Blanca este año, ciclo que dedica cada temporada a un gran compositor internacional vivo y al que permite escoger los programas que desgranará la formación española. Glass, recién aterrizado de una prolongada tournée por Asia y zarandeado por todo tipo de homenajes y guiños aquí y allá, ya no recuerda lo que seleccionó. "¿Estará mi Doble concierto para piano?", pregunta con específica curiosidad. Al confirmarle que sí (lo interpretan las hermanas Labeqe los días 8, 9 y 10) y que también se escuchará su Octava sinfonía, The Light, Days and Nights in Rocinha..., exclama: "!Oh, Dios, eso es maravilloso! ¡Es un recorrido de cuarenta años por mi música!".
Una música que, aparte de aluviones de críticas y burlas, tuvo ya desde sus orígenes defensores de altura. Uno de los que más se significó en el apoyo de su causa minimalista fue de David Bowie, en cuyos discos Low y Heroes Glass basó dos de sus sinfonías. "Le conocí en los 70, cuando vino por primera vez a Nueva York. Luego tuvimos una relación muy estrecha, más cuando se asentó aquí. A él le encantaba esta ciudad y a esta ciudad le encantaba él. Era un amor correspondido. Por eso cuando murió veía a la gente en la calle llorando y hablaba de él en un tono muy personal. Tuvo un tremendo impacto en la música popular. Abrió muchos caminos y por eso su legado perdurará".
No tiene tan claro que perdure el de Pierre Boulez, al que también perdimos recientemente y al que Glass, en su bienio francés, no presentó sus respetos. Avanzaba por otras vías menos condensadas. "Yo veo a mi alrededor una generación de compositores de enorme talento que escribe su propia música. Algunos escriben en lenguajes nuevos, muy bellos, que no se parecen ni a Boulez ni a Glass, son diferentes". Habrá que dejar correr más tiempo para medir la profundidad de su huella sonora.
@albertoojeda77