Charles Aznavour durante su concierto de ayer en Madrid. Foto: Antonio Heredia
Comentábamos en estas páginas hace casi dos años, con motivo de la última visita de Charles Aznavour (París, 1924) a Madrid, lo difícil que lo tuvo el hoy ya mítico cantante francés para hacerse un hueco en el panorama parisino de los años 50 junto a los grandes exponentes de la chanson gala como Edith Piaf, Yves Montand, Juliette Gréco o Gilbert Bécaud, pera quienes escribía algunas letras. Al verlo hoy sobre el escenario, seis décadas después, no queda ni sombra de esos inicios titubeantes. Fuertes aplausos acompañaron la aparición de Aznavour en el concierto que ofreció ayer en un abarrotado Palacio de los Deportes de Madrid, donde dejó claro desde el primer momento que él disfruta, por lo menos, tanto como el público. O más. "Mi público y yo estamos siempre de acuerdo, él me adora y yo le adoro a él", ha dicho en alguna ocasión.Tras comenzar cantando Les emigrants, un perceptible guiño a la situación actual de Europa y a sus propios orígenes armenios, Aznavour se presentó al público haciendo gala de sus 92 años e ironizando sobre los críticos que en su día le dijeron que su enjuta complexión y su poco agraciada apariencia no eran aptas para triunfar. "Ahora sigo vivo y en el escenario, y ellos están todos muertos. Esa es mi venganza", apunta algo macabro. Incluso hay quien le considera hoy demasiado viejo, algo que desmiente con su increíblemente potente voz, que nunca defrauda en los momentos clave, y con su manera de arrancarse a bailar, a pasitos cortos y elegantes en los momentos más movidos.
Continuó el concierto mecido por temas de corte clásico, alternando uno en francés y otro en español, seña de la casa, pues Aznavour gusta mucho de cantar sus canciones en otras lenguas. De hecho, asegura que cada vez tiene más problemas para hacerlo pues los traductores "se me van muriendo", como le ocurrió a Rafael de León el gran letrista de la copla, también culpable de adaptar mucho de los clásicos del francés, a quien recordó ayer. Durante varias canciones, el ambiente intimista ocupaba la sala, como si cada acorde y cada palabra fueran una invocación de otra época, desaparecida pero a la vez actual, pues al oírlo, uno se siente interpelado directamente, como si cada canción fuera para ti.
La tensión fue subiendo y alcanzó su punto álgido con temas más intensos como Mon ami, mon Judas, Desormais o She, incluida en la banda sonora de la película Notting Hill, que activó al público y a un Aznavour ya sin su chaqueta negra y con rojos tirantes a la vista. Exceptuando durante otro de sus grandes clásicos como Les plaisirs démodés, interpretada en español, ya no se volvería a sentar.
Además de alternar los idiomas, es característico de un prolífico Aznavour, que acaba de sacar un par de discos (Encore y Aznavour Live) y que asegura tener varios más ya compuestos, el mezclar su género más novedoso, sus apuestas más frescas, con lo más granado y exitoso de su repertorio. Esos temas que nunca faltan y que el público siempre demanda. "Todo cantante quiere interpretar sus últimos temas. Para mí, mi canción preferida es siempre la que acabo de componer. Mientras que el público quiere escuchar tus grandes éxitos. Así que elijo diez que creo que el público va a disfrutar y otras tantas de las más recientes, y todos contentos".
Y tan contentos. Tras interpretar la poderosa Quien, una de sus predilectas en nuestro idioma, Aznavour presentó discretamente a sus músicos, una banda compuesta por piano, acordeón, bajo, guitarra, batería y dos teclistas, así como dos coristas, una de las cuales es su hija Katia, elementos suficientes para sonar como una orquesta de las de antes. Entonces sí que fue el recital tierra abonada para nostálgicos, comenzando por Comme ils disent, primera canción seria sobre la homosexualidad, que fue revolucionaria hace ya 40 años. Después se permitió el momento álgido del concierto con los ritmos orientales de Les deux guitares, que con un intenso y apoteósico crescendo puso a dar palmas a todo el público del Palacio de los Deportes ante la gran sonrisa de Aznavour.
Quedaba ya, una vez concluido el espectáculo, ver al mito, al hombre conocido como el embajador de la canción francesa, el hombre con la carrera más extensa de la música universal que ha compuesto más de 1200 canciones y vendido 180 millones de discos. Y ese Aznavour vive en temas como Que c'est triste Venise, interpretada en español, idioma en el que también es un clásico, y especialmente, La Bohème, cuya interpretación, con ese etéreo pañuelo blanco ondulando en el aire, es simplemente icónica. Tras cantar Emmenez-moi, Aznavour fue efectivamente "llevado" en volandas por los rotundos aplausos, que se alargaron durante tres pases e incluyeron la entrega de ramo de flores y el tiro de claveles al escenario.
Igual de rotundo e impecable fue el concierto, casi dos horas y casi 25 canciones que reviven la historia de la chanson, género característico de buena parte del siglo XX, que según Aznavour todavía goza y gozará de buena salud. El intérprete ha llegado a afirmar que cuando él desaparezca su forma de entender la música seguirá perviviendo, porque en el fondo, independientemente del género, "solo hay dos tipos de música: la buena y la mala". Y él, perteneciente a ese primer grupo, todavía planea seguir dando guerra varios años. "La vejez corre detrás de mí y, aunque le cuesta, me alcanza, pero me niego a envejecer. Llegaré a los 100 años y daré un concierto".