Arturo e Ilse Barea. Foto: Colección Uli Rushby-Smith
Lo dice Antonio Muñoz Molina: "Poco a poco Barea va asegurando un lugar entre nosotros". Y lo prueban hechos como la exposición que le ha dedicado el Instituto Cervantes, La ventana inglesa, abierta hasta el 16 de marzo en su sede madrileña. O la plaza en Lavapiés a la que le acaban de poner su nombre, al lado de las Escuelas Pías, donde estudió en su infancia. Pero no ha sido fácil su afianzamiento en las bibliotecas públicas, las librerías y en los manuales de literatura. El exilio fue la dificultad primera pero no la más determinante. Su obra primordial, la trilogía La forja de un rebelde, un testimonio impagable del proceso de encanallamiento de la convivencia en España entre el arranque del siglo XX hasta la Guerra Civil, llegó a nuestro país más de 30 años después de su publicación en Inglaterra, donde se afincó huyendo de la barbarie ibérica y donde encontró al fin cierto sosiego.Fue la editorial Turner la que la puso en circulación aquí (más tarde Plaza & Janés lanzaría una nueva edición). Apenas tuvo eco, a pesar de su alto valor literario y documental. "A los escritores del exilio se los recuperó con desgana, sin método y muy parcialmente", afirma Muñoz Molina, uno de sus primeros y más pertinaces valedores. Esa parcialidad, denuncia el autor de El jinete polaco, tuvo una base ideológica: en particular, la hegemonía comunista dentro de la cultura antifranquista. Lo que explica que Alberti y Bergamín fueran encumbrados a las primeras de cambio y figuras como Barea (o Chaves Nogales) quedaran orilladas. "Él fue un republicano y socialista convencido, y militó sindicalmente en la UGT, pero no parece que sintiera atracción por el comunismo que aquejó a tantos socialistas de su generación", continúa Muñoz Molina, que firma uno de los textos introductorios del catálogo de la muestra. "Con el estallido de la Guerra Civil, Barea se comprometió activamente con la defensa de la República, pero eso no le hizo cerrar los ojos a los crímenes, los atropellos, los calamitosos enfrentamientos internos que tanto debilitaron y desprestigiaron internacionalmente al bando leal".
La coherencia moral también la aplicó al terreno literario. Una prueba es su reseña de Por quién doblan las campanas de Hemingway, que publicó en 1941 en la revista inglesa Horizon, editada por el influyente crítico Cyril Connolly. A Barea no le importó la simpatía republicana que nutre la narración. Le dio estopa a su carácter postizo, superfluo y tópico. El ejemplar de esta publicación es uno de los documentos más curiosos de la exposición, donde también se pueden ver más de 40 libros, diversas ediciones de toda su obra, traducida al inglés por Ilse Barea-Kulcsar, la periodista austriaca de la que se enamoró en los primeros compases de la Guerra Civil. De hecho, La forja de un rebelde, tal cual la leemos hoy, es una trasvase al español de esas traducciones de Ilse porque, inexplicablemente, los manuscritos de Barea se extraviaron.
Arturo Barea con su perro en Faringdon. Foto: Colección Uli Rushby-Smith
Es emocionante además confrontarse con su máquina de escribir, una preciosa Underwood que no le permitía poner las tildes de su lengua vernácula (debía marcarlas tras la redacción mecanográfica a mano). Hoy está en la casa de Muñoz Molina, a quien se la dio Alison Lever, una profesora inglesa radicada en el pueblo de Lagartera, que a su vez la había recibido de la hija del dentista (y, aun así, buen amigo) de Barea. También le regaló al escritor español la necrología que publicó The Times a su muerte en 1957, otra de las piezas exhibidas en Madrid. Precisamente para The Times trabajó a mediados de los 70 William Chislett, el impulsor y comisario de la exposición, que se crió en un pueblo al que acogió a Barea en sus últimos años en Inglaterra: Faringdon. Allí ha restaurado la lápida de Barea con su propio dinero y el de otros siete amigos, incluido Muñoz Molina. "Tocamos a 23 euros", recuerda divertido.
Chislett ejerció como corresponsal del rotativo británico en aquellos años especialmente intensos en España. Él quedó fascinado por Barea tras ver la adaptación televisiva de La forja de un rebelde que firmó Mario Camus para Televisión Española, en los tiempos en que la cadena pública estaba bajo la dirección de Pilar Miró y tenía una ambición artística y cívica a la altura de la todopoderosa BBC. En la emisora de radio de esta, concretamente en su sección para América Latina, trabajó Barea entre 1941 y 1957, año de su muerte. En total, dio más 800 charlas. "En los primeros años lo contrataron para combatir y desmontar la propaganda nazi que se extendía por América Latina. Luego, terminada la guerra, los contenidos se centraban en las costumbres, tradiciones y modos de vivir en Inglaterra. Fue un locutor muy popular. Su última charla la dio sólo dos días antes de morir", explica Chislett.
Por desgracia, todos esos audios se borraron por falta de espacio. Trágico destino que también sufrieron las de George Orwell. Quedan sólo unas cuantas transcripciones, recogidas en otro de los volúmenes desplegados en el Cervantes. La grata sorpresa la constituye una grabación que ha rescatado Chislett. En principio, salvo prueba en contrario, sería la única suya que se conserva. En una desenfadada entrevista para Radio Córdoba (Argentina), desgrana su afición por las señoras (sic), los cigarrillos, la escritura, el Jerez y la cerveza inglesa. Gustos mundanos del hijo de una lavandera madrileña que rompía el hielo del Manzanares para poder lavar la ropa blanca de los ricos y ganarse así el sustento. De esa determinación para salir adelante se imbuyó su vástago, siempre fiel a su rebeldía, que fue forjando a base de los golpes recibidos por un entorno (por un país) salvaje, cuartelario, fanatizado y corrupto. Libros como los suyos siguen redimiéndonos.
@albertoojeda77