Kent Nagano

Ambos directores coinciden en nuestro país. Nagano, al frente de la Filarmónica de Hamburgo, gira por toda España tras su cita con Ibermúsica. En este ciclo madrileño, Chailly liderará la Filarmónica de la Scala.

Despliegue de actividades dentro de la temporada de Ibermúsica en los últimos diez días de enero. Nos fijaremos aquí en los conciertos de la Filarmónica del Estado de Hamburgo y de la Filarmónica de la Scala. La primera aparece dirigida (día 22) por Kent Nagano, un director de apariencia frágil y modos elegantes que esconde, sin embargo, un temperamento ardoroso. Podremos volver a ver su enjuta y fina figura, su larga melena, su cimbreante forma de moverse, sin un gesto de más. Es artista de criterios objetivos, de planteamientos tímbricos diferenciados y de línea fraseológica concisa y transparente, minucioso, tranquilo.



Tres partituras pueblan su programa. La primera constituye nada menos que un estreno absoluto: Stairscape de Jesús Rueda, Premio Nacional de Música en 2004 y compositor residente del ciclo, artista siempre lleno de ideas, a veces deslumbrantes, dueño de un vocabulario tan variado como colorista, hábil en el trabajo motívico, en la ideación de superficies y en la construcción de un discurso bien proporcionado. Junto a esta novedad, dos obras de Brahms: el Concierto para violín, con la grácil y estimulante alemana Veronika Eberle -a la que escuchamos hace algo más de un año junto a Haitink y la Sinfónica de Londres- como solista, y la impresionante Sinfonía n° 4, prueba de fuego siempre para cualquier orquesta y director, rematada por esa sensacional y milagrosa construcción en forma de passacaglia. Los timbres oscuros, el estilo severo de la formación hamburguesa son ideales para el cometido, que luego recorrerá España junto a Nagano: Oviedo, Santander, Tenerife, Gran Canaria y Fuerteventura.



Riccardo Chailly

Dos son los programas que ofrecerá Chailly, a cual más seductor. El día 23, en atriles, dos composiciones ‘de tirón': el proceloso Concierto para orquesta, con sus claroscuros y sus ritmos esquinados, de Bela Bartók, y los Cuadros de una exposición de Musorgski en la orquestación de Ravel, con su colorido, su abigarramiento descriptivo, su recreación de la música popular rusa. Al día siguiente, un manjar tan apetitoso como trascendente: la Sinfonía n° 6, Trágica, de Mahler, una partitura tremenda y tremebunda, un grito de rebeldía ante lo inevitable, un repaso nihilista a una existencia, algo esto último a lo que era tan proclive el compositor, que, aun siendo protagonista en el proceso de liquidación de la forma sonata, no dejó de utilizarla, aun descoyuntada, en esta gran obra.



Serán los timbres de la orquesta scaligera, un conjunto avezado, y no sólo en su servicio a la causa lírica, los que darán vida a la genial partitura, que escucharemos recreada por el brioso Chailly, un músico capaz de desplegar una enorme actividad sin descomponer la figura: brazos amplios, gesto meridiano y firme, sugerente cuando se trata de conseguir sonoridades blandas y acolchadas, impetuoso cuando se exige un tutti en fortísimo. Chailly es amigo de fraseos ceñidos, acentos líricos convincentes, ataques impolutos, satinadas sonoridades y mucho lustre tímbrico. Suele emplear tempi vivos, de acentos fustigantes. Su batuta, siempre clara, con idóneo subrayado rítmico, es de las más aptas para resaltar las múltiples líneas melódicas y los contrapuntos que animan cualquier composición. Esperamos de su habilidad que puedan escuchase en todo lo alto los fatídicos golpes de martillo de madera del último movimiento de la sinfonía mahleriana.