Borja Ortiz de Gondra en un momento de Los otros Gondra (Relato Vasco)

En el teatro, la epifanía puede brotar en el lugar más inesperado y de la forma más insospechada: ese momento en el que empezamos a palpitar en nuestra butaca sintiendo que esa noche, en el aquí y el ahora irrepetibles de la representación, se está produciendo el milagro de una experiencia que nos acompañará siempre, convertida en memoria indeleble de un instante fugitivo.



En septiembre de 2014 me encontraba en La Habana, buscando las huellas cubanas y decimonónicas de mi familia vasca para un nebuloso proyecto que terminaría por convertirse en la saga de Los Gondra. Por consejo de un dramaturgo cubano, Abel González Melo, acudí a la sala de Argos Teatro a ver una obra titulada Fíchenla si pueden. Sabía por la prensa que era una adaptación a la realidad cubana de La puta respetuosa de Jean-Paul Sartre, llevada a cabo por el director Carlos Celdrán, pero no tenía más información. Era una tarde de lluvia tropical y me refugié en aquel teatro modesto, pero abarrotado de público habanero. Apenas se apagaron las luces y comenzó, en un silencio reverencial, la historia de esa jinetera que no está dispuesta a denunciar a quien le quiere imponer la policía, empecé a sentir ese pálpito de encontrarme ante la experiencia universal del gran teatro: el que te aferra el corazón y el intelecto y no te suelta hasta dejarte en la otra orilla, más allá de las certezas. El milagro se había vuelto a producir en el lugar y el tiempo menos esperados: había asistido a una comunión única entre una palabra reveladora y unos espectadores que se sentían reflejados en el escenario en lo más profundo de su ser, conmovidos por un espejo certero y cruel. Comprendí entonces que ese director, del que yo apenas sabía nada, era un nuevo compañero en la tarea de hallar un teatro que nos conmueva hasta la raíz de la existencia.



Hoy, Carlos Celdrán es la figura elegida para escribir el Mensaje Internacional del Día Mundial del Teatro. Con palabras sabias, su discurso habla de esos maestros que nos iluminan en el camino hacia la esencia del teatro: el encuentro con el otro en la verdad de un gesto. Dice así:



"Cuando entendí que mi oficio y mi destino personal sería seguir los pasos de mis maestros, entendí también que heredaba de ellos esa tradición desgarradora y única de vivir el presente sin otra expectativa que alcanzar la transparencia de un momento irrepetible. Un momento de encuentro con el otro en la oscuridad de un teatro, sin más protección que la verdad de un gesto, de una palabra reveladora".



El gran teatro es el que te aferra el corazón y el intelecto y no te suelta hasta dejarte en la otra orilla, más allá de las certezas

En ese instante singular en el que se produce el encuentro con el otro desde un escenario, dejamos de ser nosotros mismos para ser presencias reales que reflejan algo mucho más profundo y más complejo que los seres humanos que somos realmente: nos convertimos en la versión depurada de una pasión y de una humanidad que permiten la identificación y la catarsis. O, como sigue diciendo Celdrán con visión certera y palabras depuradas:



"Con esos momentos únicos construyo mi vida, dejo de ser yo, de sufrir por mí mismo y renazco y entiendo el significado del oficio de hacer teatro: vivir instantes de pura verdad efímera, donde sabemos que lo que decimos y hacemos, allí, bajo la luz de la escena, es cierto y refleja lo más profundo y lo más personal de nosotros".



En la escena contemporánea hay una pugna entre lo que, siguiendo la terminología de Hans-Thies Lehmann, se ha venido en denominar "teatro posdramático" y el teatro dramático, o lo que, con otra denominación, está siendo la batalla entre las "artes vivas" y el "teatro" a secas. Se utilice la terminología que se utilice, no deja de ser una manifestación más de la batalla eterna del arte teatral por apropiarse de cualquier expresión artística para fagocitarla: desde los clásicos griegos, el teatro ha ido incorporando siempre todo adelanto técnico o forma de narración que puedan representarse en vivo frente a alguien que los mira. En este principio del siglo XXI, el último avatar de esta pugna de siglos parece ser la dilución de la ficción en escena para sustituirla por la realidad; como dice el profesor José Luis García Barrientos, un teatro que aspira a ser "presentación" y no representación, "fricción" y no ficción. De aquí que los escenarios se pueblen de obras de teatro documento, verbatim theatre, ficción biográfica, biodramas o autoficción teatral. En un mundo dominado por la representación continua y en el que la verdad pierde su estatuto ontológico, el arte del teatro, que es la representación por excelencia, parece reaccionar a la contra: ofreciendo una verdad en escena que no es (o no solo) representación. Se diría que hoy necesitamos ver a seres reales en escena para renovar el pacto que sustenta la ficción: la suspensión de la incredulidad. Yo también he contribuido a esa corriente saliendo al escenario a representarme a mí mismo, a pesar de no ser actor, cuando he sentido que ese gesto podía ser una expiación por no haber hecho lo que tenía que hacer frente a la violencia que viví en el País Vasco de mi adolescencia.



Se diría que hoy necesitamos ver ser series reales en escena para renovar el pacto que sustenta la ficción: la suspensión de la incredulidad
Pero el teatro es siempre más sabio y sus leyes inmutables terminan por expulsar de la escena el exceso de realidad. Por más que uno diga en el escenario "yo" en primera persona, lo que percibe el espectador no es la persona que somos en la vida civil, sino una entidad más real que un personaje pero más ficticia que lo que pone en nuestro DNI. En escena, yo no soy yo, sino una idea de mí mismo que no es reducible a mi ser verdadero. Esa dosis de realidad (que no de realismo) genera en el espectador una escucha diferente de la que suscita la ficción pura; sin embargo, la contradicción sorprendente del teatro es que hay que encontrar la proporción exacta de realidad y ficción que permita al público vibrar de un modo distinto con lo que ocurre en escena: he de ser yo y no ser yo al mismo tiempo, y confesar ambos extremos simultáneamente. Pero esa verdad escénica, si es honesta y no exhibicionista, remueve algo en la conciencia de quien la mira como no lo hace la ficción pura. Al salir de una de las representaciones de Los otros Gondra (relato vasco), una función en la que confieso en voz alta pasajes dolorosos de una vida marcada por la violencia y la extorsión del terrorismo, unos espectadores se nos acercaron a decirnos: "Eso que hacen en escena a nosotros nos va a ayudar en la vida". Entendí entonces que confesar mi culpa en un escenario contribuía a sanar las heridas de algunos espectadores precisamente porque esa delgada línea entre la ficción y la realidad golpeaba las conciencias con un arma inhabitual: una verdad que, como dice Celdrán en su mensaje, "es una experiencia de vida, por segundos más diáfana que la vida misma".