Carlos Beluga y Lucía Juárez, en El último rinoceronte blanco. Foto: David Picazo

Alto voltaje emocional es lo que podremos encontrar en El último rinoceronte blanco, la nueva entrega de Carlota Ferrer y José Manuel Mora en la que muestran, de la mano de Ibsen, los rincones más profundos del ser humano.

Ibsen escribió El pequeño Eyolf en 1894 durante la última etapa de su vida. La estrenaría un año después en Berlín. Es un título raro en nuestros teatros, por lo que redobla el mérito de José Manuel Mora (versión) y Carlota Ferrer (dirección) de subirlo a la Sala Negra de los Teatros del Canal a partir del día 24. El autor noruego nos cuenta la historia de una pareja que se enfrenta por la educación de su hijo, que padece una parálisis crónica en una de sus piernas. Todos los personajes -incluida Matter Lacrimarum (Verónica Forqué)- se sienten solos y se buscan desesperadamente en medio de un claustrofóbico ambiente burgués. El último rinoceronte blanco es el título con el que Mora, no sin cierto toque surrealista, ha adaptado el texto de Ibsen, que lleva el sello inconfundible de Draft.Inn.

Ideología, religión, dinero

La compañía vuelve así a los escenarios tras su fértil indagación en el universo lorquiano con Esto no es la casa de Bernarda Alba. El dramaturgo sevillano ha querido recuperar esta historia para abordar los procesos de transformación en ámbitos como la pareja, el trabajo, la ideología, la religión, el dinero y en todo lo referente a la insatisfacción cotidiana. Incluso cuando uno lo tiene todo. “Hay en la obra una urgencia por recuperar la dimensión espiritual del ser humano que el capitalismo y su miopía han destrozado. Sin la conquista de esta dimensión tarde o temprano nos veremos obligados a enfrentarnos al abismo”, explica Mora a El Cultural.

Una fábula circular

En la puesta en escena reconoceremos también el lenguaje escénico de Ferrer, en el que siempre se confunde el texto, la música, la danza e incluso la instalación plástica para crear, según sus palabras, “una fábula de estructura circular”. Habrá incluso guiños a directores de cine como Lars von Trier (que ambos admiran) y, cómo no, a Bergman, “de quien es imposible escapar cuando se trata de mostrar a una pareja a punto de romper mediante diálogos contenidos y profundos”. La directora se reconoce también en realizadores como Haneke, Cassavetes y Dario Argento pero, avisa, que nadie espere encontrarse con ellos en este montaje: “En realidad busco la poesía del espectador que mira lo que tiene delante, su manera de percibir el tiempo a través de las palabras y de sentir el pulso de los corazones de los intérpretes. Los silencios también hablan gracias a un paisaje preciso de pensamientos que he diseñado junto a los actores”. A diferencia de Los nadadores nocturnos (Premio Max al Mejor Espectáculo Revelación de 2015), donde el deseo frustrado de paternidad era el motor de la escritura, ahora el niño (Eyolf pasa a ser Jesús en su versión) ha nacido, pero es diferente al resto y de una sensibilidad extrema que sus padres no atinan a comprender. “A partir de esta pieza quisiera escribir sobre la infancia y la naturaleza en un intento por recuperar los lazos sagrados y salvajes con el mundo paradisíaco del que provenimos”.

“No se puede escapar de Bergman cuando se trata de mostrar a una pareja a través de diálogos contenidos”. C. Ferrer

Mora, que dirige en estos momentos junto a María Velasco un proyecto internacional de formación en las universidades de Coimbra y Lovaina, ha desarrollado y modificado personajes que en Ibsen eran simbólicos o meros instrumentos, trasladándolos a su poética y dotándolos de más humanidad y actualidad. Nos lleva además a contemplar “las consecuencias irreversibles de la actitud devoradora con la que el hombre explota los recursos del planeta”. El autor conecta así una obra escrita hace más de cien años con el presente más rabioso, convirtiendo el conflicto noir, seco y nórdico en un drama existencial y metafísico: “Los diálogos de la pareja son de un voltaje emocional tremendo. Puro Bergman. Sus imágenes son poderosísimas”. La mencionada Verónica Forqué, Cristóbal Suárez, Julia de Castro, Carlos Beluga, Lucía Juárez y Alejandro Fuertes protagonizan un montaje con Enrique Sastre como ayudante de dirección y con el decisivo trabajo de David Picazo en la iluminación. “La música y la luz son fundamentales en esta pieza dentro de un espacio casi vacío con unos pocos muebles de estilo nórdico y un piano”, precisa Carlota Ferrer, que se encuentra viviendo un vertiginoso momento profesional con el reciente nombramiento como directora del Festival de Otoño (y tiene pendiente otro lorca con Darío Facal y un shakespeare para 2020). Una de sus primeras iniciativas cara al certamen ha sido la de hablar con creadores que no han estado nunca en Madrid y con otros que echa de menos como Krzysztof Warlikowski y Sasha Waltz (que recientemente ha presentado en el Teatro Real su Dido & Aeneas). “Para muchos, el Festival de Otoño tiene una carga emocional e intelectual muy fuerte. Quiero que vuelva a ser esa experiencia que no podías perderte, que nos daba horas de conversación y cuya programación era tan buena que no dabas abasto. Nunca olvidaré La trilogía de los dragones de Lepage en esa peregrinación a los estudios de El Álamo. Y para el futuro me gustaría crear la Escuela del Festival de Otoño destinada a jóvenes espectadores. I have a dream”. @ecolote