Hace años, aprovechando el éxito notable de un espectáculo del cual yo era coautor, me acerqué ingenuamente a las instituciones políticas de Madrid para indagar si existía algo que nos ayudara a intentar expandir ese éxito más allá de nuestras fronteras. Resumiendo mucho: no. Lo que sí había era un presupuesto que permitía a ciertos funcionarios pasarse el día viajando para ver qué espectáculos de otros países iban a traernos aquí.

La política teatral de nuestra ciudad y de nuestra Comunidad en este aspecto se define así: nuestros gestores político-culturales se avergüenzan del teatro que hacemos. Consideran que no está a la altura, que tiene mucho que aprender, y que por tanto no merece la pena andar promocionándolo demasiado. Este menosprecio se debe íntegramente a la ignorancia pero está muy extendido. A Esperanza Aguirre, que fue ministra de Cultura, presidenta de la Comunidad y aspirante a la Alcaldía, la he escuchado hablar mal tanto de nuestro cine como de nuestro teatro pese a lo poco que sabe de ambos.

La política teatral de Madrid se ha definido: nuestros gestores se avergüenzan del teatro que hacemos. Consideran que no está a la altura

Lo del teatro madrileño viene de lejos. Para empezar, algunos regidores madrileños han despreciado la identidad misma de nuestra ciudad. Gallardón quería convertir Madrid en Berlín o Nueva York. Santa Carmena citaba París como referencia. Ni el uno ni la otra han entendido jamás el alma de la capital. Celia Mayer, concejala de Cultura, no mencionó modelo alguno, aunque resulta obvio que su ideal era el de los Jemeres Rojos camboyanos. Natalio Grueso, gestor en su momento de los Teatros Municipales, llegó al despacho con un proyecto de “internacionalización” y presumiendo de que iba a traer a sus amigos Woody (Allen) y Kevin (Spacey) para que nos enseñaran lo que era bueno. Ni Woody ni Kevin vinieron y a Grueso le cayó luego una acusación por malversación, pero esa es otra historia. En el nuevo Ayuntamiento ya están hablando de “competir con París y con el Piccolo de Milán”, como si esto fuera una carrera de sacos. La programación del Canal, teatro público madrileño por definición, aquél que debería tener la obligación máxima de albergar y defender la producción local, se ha convertido, con la estupefaciente aquiescencia de buena parte de la profesión, en un Festival de Otoño Permanente; es decir, un escaparate de espectáculos exquisitos traídos de cuanto más lejos mejor, que pasan como cometas por nuestra ciudad (un día, dos, a lo sumo, en la programación; respecto a la estadística de público no la conocemos porque para variar es muy difícil conseguir

esa información) y que encarna ese discurso engañosamente cosmopolita de “mira qué cosas tan buenas hacen por ahí”, que lleva implícita la coda “no como vosotros, paletos”.

Pero todo esto no es cosmopolitismo; se llama papanatismo, maravillosa palabra española que define a quienes se asombran por cualquier cosa y, especialmente, por lo que venga de fuera de su terruño, físico o psicológico. Hubo una época, a principios de los ochenta, en que nos vinieron muy bien los festivales internacionales porque la historia nos había desconectado de lo que pasaba en el mundo y era importante ponerse al día. Hoy las producciones de la Royal Shakespeare Company o de la Comédie no son ni de lejos mejores que las de nuestra Compañía Nacional de Teatro Clásico. Los textos que están de moda en Europa no son ni en broma superiores a los que están escribiendo los dramaturgos de aquí.

Tenemos mucho que compartir con los actores, directores, técnicos, escenógrafos, coreógrafos, iluminadores, belgas, holandeses, franceses, alemanes, pero absolutamente nada que envidiar, porque los nuestros son igual de buenos. La única diferencia entre ellos y nosotros es que a ellos sus ciudades, sus países, les respetan, les cuidan, les ayudan, y eso les permite florecer, como diría el gran Zeami, mientras que aquí nos vemos obligados a crecer entre los cardos y las piedras. Que le den a los profesionales madrileños tiempo, dinero, estructuras, y, sobre todo, confianza, y veremos quién da lecciones a quién.

Finamente, y para aquellos que tienen dificultades de comprensión lectora, aclararé que proteger a los profesionales de Madrid no significa cerrarle las fronteras a los demás. Si hay una ciudad auténticamente cosmopolita, de verdad, y no de boquilla, esa es la nuestra; precisamente porque a nadie se le pregunta su procedencia y a todos se recibe con los brazos abiertos. Para entender esto basta con distinguir el cosmopolitismo del papanatismo.