El auditorio del Kursaal no calla durante los avisos institucionales. Hay un murmullo perenne amortiguado por las mascarillas, la agitación que precede a un concierto muy esperado. Las entradas hace semanas que se agotaron y, aunque la sala tenga el aforo a la mitad, en realidad parece llena. La música comienza a oscuras, el patio de butacas enmudece. El tema Joia abre el recital como un guiño al país nipón, donde grabaron su disco en octubre de 2019. La letra está en japonés, aunque la sensibilidad de la voz de Sílvia Pérez Cruz es universal y casi palpable. Siguen con Estrela, Estrela, una preciosa canción brasileña con la que llegan al primer clímax de la tarde, una potencia bestial impropia para un dúo y más que correspondida en los aplausos.
Marco Mezquida volvió a los escenarios a comienzos de julio, dice que con una mezcla de “emoción, agradecimiento y respeto”, pero este es el primer recital de la vocalista desde comienzos de año, algo así como su regreso al hogar. La música de estos dos artistas es un diálogo, la suma de sus identidades sonoras que ha cristalizado en el disco MA. El título es un concepto japonés, que significa “entre”, un espacio entre momentos, personas, sonidos. En todos sus temas hay sitio para esos silencios expresivos, para lo que se cuenta sin decir nada.
El repertorio mezcla idiomas y estilos, composiciones propias y versiones, todo pasado por el tamiz de su forma de hacer. Mezquida cuenta que se toman las canciones como “vehículos de juego” para expresarse, por eso no les importa el origen de los temas sino el camino que dibujan con ellos: es música sin etiquetas. Aun así, en cada directo se afanan por hacer un regalo al público en su propia lengua y el de San Sebastián llega volando justo después de Plumita y Cucurrucucú Paloma. Txoria Txori es un himno a la libertad, un recordatorio de que el pájaro más bello siempre es el que vuela. El auditorio canta al unísono poseído por un espíritu de orfeón (el Donostiarra, claro) y se hace patente la conexión que une escenario y butacas.
“Adelantamos la publicación del disco de diciembre a mayo para que cada cual lo escuchase con su tribu”, explica la cantante. “Yo he llevado bien el confinamiento gracias a mi hija y a las flores”, confiesa antes de interpretar con la guitarra un tema inédito, La flor, mezcla entre oda a la primavera y tirón de orejas a la irresponsabilidad (rebrotan los veranos más que aquella flor). La autora de No hay tanto pan aprovecha la ocasión para reivindicar el papel de la música como “alimento para el alma” y señalar los espacios culturales como opciones seguras. Las casi mil personas que permanecen hechizadas desde el principio del recital le dan la razón a base de palmas.
El dúo sigue volando con Asa branca, otro tema brasileño en el que estiran y encogen el tempo a voluntad, siempre con la voz de ella trazando quiebros imposibles y la flexibilidad de Mezquida. En sus dedos están todos los mundos: lo acuático de los pianistas románticos, cada timbre de la orquesta de Ravel, el lenguaje jazzístico. La pareja transporta luego al Kursaal a una barca llena de redes con Oración del remanso, el lamento de un pescador cansado. Después se queja La llorona, una de las piezas más esperadas de la velada. El vestido blanco de Sílvia Pérez Cruz se mueve como llamando al fantasma de Chavela. “Lo que más me gusta de Marco”, lo murmura y se sonríe, “es que me deja volar”. Él también tiene claro qué es lo que le atrapa de la cantante: su manera de escuchar y crear al momento. Así, explorando, nació su versión de No surprises. La interpretan inclinados sobre un teclado de juguete que repiquetea como una máquina de escribir. El teatro entero tararea la última frase y tiene ganas de más, así que el escenario se tiñe de azul para el Pequeño Vals Vienés, un poema de Lorca musicado por Leonard Cohen, entonado por Enrique Morente pero que parece hecho a medida para esta dama de la canción de sonrisa perenne, pelo largo, voz cristalina. El escenario sangra de azul, la última ovación se hace de pie. La potencia expresiva de ambos artistas se multiplica a dúo, con soltura para soñar e hipnotizar. Hacen un viaje diferente con cada canción, un trayecto que saben cómo empieza, pero no cómo acaba. Esa es su música, esa es la vida, antes y ahora.