Un grito de guerra. Eso fue el bebop y eso fue Charlie Parker. El sonido único de su saxo contralto no tiene predecesores. Para la historia del jazz, del arte, fue una eclosión fundacional sobre la que se asentó una nueva manera de entender la música. Sus notas, sus fraseos, sus ritmos llegaban de otro planeta (aunque ese planeta se llamara Lester Young y lo habitara después el cool aventajado de Miles Davis). Según el guitarrista Jimmy Raney, “parecía haber nacido de la cabeza de Zeus. Nunca pude descubrir el origen de lo que tocaba”. El genio de Kansas rompió, con su intuición y su manera de triturar sonidos, las melifluas corrientes musicales de su época. Dicen que su radar lo captaba todo y lo convertía en música, ya fuera una sirena de policía o El canto del ruiseñor de Stranvinski. Su facilidad para visualizar las notas hubiese dinamitado cualquier registro neurológico. Su grito fue el de los “sonidos de la noche” (como lo denominaría Jack Kerouac en las páginas de En la carretera) y puso en segundo plano el swing y las populares big bands de Glenn Miller y Benny Goodman con las que creció. Este 29 de agosto Bird hubiese cumplido cien años.
Se anticipó a todo. En lo personal, conoció el matrimonio con 16 años. Corría 1936 y Rebecca Ruffin (madre de Leon Francis Parker) abría la lista de mujeres con las que compartiría su vida y a la que se añadirían de forma más o menos tormentosa Doris Sydnor, Chan Richardson (probablemente la relación más sólida con la que tuvo dos hijos, Pree, que moriría de neumonía con dos años, y Baird) y la baronesa Pannonica de Koenigswarter, en cuyo apartamento acabaría sus días el 12 de marzo de 1955. Tenía 34 años. El médico que firmó el parte de defunción estimó que rondaría los sesenta. Murió joven pero el alcohol y las drogas no le dejaron un bonito cadáver. Ted Gioia cuenta en su Historia del jazz (Turner/FCE) que su adicción se hizo sentir en todas las facetas de su vida. Subiéndose la manga de la camisa y enseñando el brazo, Parker dijo a un amigo: “Ésta es mi casa, ésta mi cartera de acciones, éste mi Cadillac”. El baterista Art Blakey señala, en declaraciones que recoge el volumen Nostalgia de Charlie Parker (Global Rhythm), de Robert George Reisner, que murió intentando desengancharse: “Lo que le mató fue el whisky. La heroína lo mantuvo con vida. Intentaba hacer lo que la gente le pedía y por eso hoy no está aquí. ¿Cómo vas a decirle a un tío que lleva catorce años metiéndose heroína que deje de pincharse? Nuestra sociedad tiene que darse cuenta de que quienes toman drogas no están locos ni son criminales. Son enfermos. Con la heroína no tocas mejor pero sí escuchas mejor. Bird decía que quería desengancharse para contarle a la gente lo que oía”.
Alucinaciones aparte, lo que trasciende de Charlie Parker es su legado musical. Desgraciadamente, no existen muchas de las jam sessions que repartió, entre otros lugares, por los clubs de Nueva York (especialmente los de la Calle 52 y Harlem, donde empezó de cero escuchando a Art Tatum), de California y en giras como las de Canadá, Suecia y Francia. Así era entonces, había que estar en Minton’s, Three Deuces o Birdland (donde da sus últimos conciertos). Una de aquellas apariciones ha pasado a los anales como el “mejor concierto de jazz de todos los tiempos” y lo protagonizaron en el Massey Hall de Toronto Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Charles Mingus, Max Roach y Bud Powell (compañeros de armas de una revolución en la que participaron también Miles Davis, Fats Navarro, Thelonious Monk y Joe Albany). Corría 1953, sólo dos años antes de su muerte. “Cada nota -apunta Gioia sobre la técnica de Parker- es articulada con energía concentrada, cada frase es ejecutada suavemente pero con ciertos resabios de mordacidad. Las frases empiezan y acaban con escueta precisión. No hay melancólicos ‘rubati’ que estiren la línea melódica. No hay respiraciones prolongadas que confieran a la música un carácter relajado y aterciopelado. Cada una de las frases es atacada con toda intención. Ningún saxofonista anterior había tenido un sonido tan cortante”. Por eso considera el crítico que los sonidos de saxofonistas posteriores como Sonny Rollins, John Coltrane y Ornette Coleman no hubiesen sido posibles sin Parker: “Esto formaba parte también de la rebelión bopper contra las pretensiones comerciales del jazz de la era swing”.
Así es como el grito de guerra de Parker transformó la interpretación. Las exposiciones melódicas monofónicas renunciaban a las densas texturas del sonido big band. Gioia señala que hasta cuando había dos o más instrumentos de viento lo habitual es que tocaran la melodía al unísono: “La búsqueda de las formas compositivas extensas, el santo grial del jazz, fascinaban bastante poco a los intérpretes del jazz moderno. Los boppers no eran formalistas. Su preocupación no era la forma sino el contenido. Lo solos instrumentales ocupaban el centro de cada interpretación, insertados entre una exposición melódica inicial y otra final. Lo importante era el libre juego de la improvisación”. La comprensión conceptual de Parker dejó con la boca abierta a medio mundo.
En 1940 conoce a Dizzy Gillespie en Kansas City, la ciudad que lo vio nacer. “Me quedé estupefacto al contemplar lo que ese tipo sabía hacer”, declaró sobre Parker. Los dos tomarían el Palacio de Invierno del jazz. Entre 1942 y 1946 trabajaron juntos en las bandas de Earl Hines y Billy Eckstine primero y pequeños combos después. De semblantes y procedencias sociales distintas, el histriónico Gillespie no tardaría en sufrir la inestabilidad de su compañero de expedición, cuyas “ausencias” le obligaron a contratar a un sustituto. Pusieron tierra de por medio con Parker en California y Gillespie en Nueva York (aunque nunca dejaron de colaborar). “La gente quiere creer que entre nosotros había animadversión. Querían saber por qué lo abandoné en California. No lo hice. Le pagué lo que le correspondía y él se gastó el dinero y se quedó. Lo vi por última vez antes de marcharme a Europa. Estábamos sentados en la calle Basin. Dijo algo acerca de volver a reunirnos. Lo dijo como dando a entender… ‘antes de que sea demasiado tarde’. Por desgracia era demasiado tarde”.
La precursora The Jumpin’ Blues, Relaxin’ at Camarillo (sinuoso blues con libre carácter rítmico de 1947 que evoca su estancia en el hospital de la localidad californiana), la imperiosa Honeysuckle Rose, la vertiginosa The Hymn, la excitante Ko ko (una milagrosa grabación con Roach y Davis que ha marcado la historia del jazz), Cherokee (tema de Ray Noble que sirvió de base ideal para la improvisación), Anthorpology (un ‘standard’ imprescindible), Now’s The Time (toda una declaración de principios), Parker’s Mood (hito del Charlie Parker All Stars y que Clint Eastwood recoge en su histórico filme Bird) y su gran carta de presentación, Ornithology, monumento al bop compuesto junto a Benni Harris, son algunas piezas de su excepcional legado. Algunas de ellas fueron grabadas por el sello Dial de Ross Russell, quien llegó a conocerle como productor. “Era un músico que resolvía los problemas a tal velocidad que a menudo parecía que no atendiera a la lógica y que priorizara ante todo la intuición pura. Su enfoque, su concepción y su ejecución estaban muy por encima del ya de por sí elevado nivel de las estrellas del jazz que grababan. Tocaba su mejor solo en la primera toma, mucho antes de que el resto de los músicos tuvieran claro el concepto, y muchísimo antes de que hubieran tenido tiempo siquiera para digerir los fragmentos conjuntos. Por eso hay mucho material maravilloso de Parker que no ha llegado al público”.
Pese a todo, Charlie Parker sigue condicionándolo todo desde el olimpo de los más grandes, como rubricó literariamente Julio Cortázar en su relato El perseguidor. Seguimos escuchando su grito de guerra cien años después. Su música nos sigue llenando el alma de notas imposibles. “Era como el sol -señala Max Roach en Nostalgia de Charlie Parker-. Despedía toda aquella energía que nosotros tomábamos de él. Su copa rebosa. Cualquiera que fuera el contexto musical, sus ideas salían sin más y aquello inspiraba a todo el que estuviera a su alrededor. Tocaba de tal modo que influía en todos los instrumentos que había sobre el escenario”. También en los espectadores que le escuchan y escucharán por los tempos de los tempos.