“Yo no soy capaz de escribir directamente una obra de teatro”. La afirmación es lapidaria, conforme al ‘estilo Delibes’, caracterizado siempre por la llaneza y la sinceridad. Sin embargo, la relación del escritor vallisoletano con la escena no se agota en esta discutible confesión de ineptitud, porque siempre insufló a sus personajes una verdad que desbordaba la página escrita y porque su fino oído le permitió atrapar el habla castellana con una precisión admirable. Esas virtudes facilitaron la transformación de sus novelas en dramaturgias que dieron origen a algunos hitos de la historia del teatro español.
Son dos básicamente. Uno catalogable de histórico: las Cinco horas con Mario de Lola Herrera. Y otro reciente, pero que adquirirá también el rango de ‘histórico’ con los años: la Señora de rojo sobre fondo gris de José Sacristán. Ambos son trabajos que se engarzan por muchos motivos y que tienen como denominador común la presencia demiúrgica de José Sámano, figura clave en la prolongación de la narrativa de Delibes hacia las tablas. Porque aparte de intervenir en la adecuación del texto original de Cinco horas… al registro dramático, produjo el montaje estrenado en 1979 en el Marquina, con Herrera como lúgubre sacerdotisa (o sea, como Carmen Sotillo velando a su marido en una larga noche de reproches, culpas e infinito desencanto).
En Señora de rojo…, estrenada en el Romea en 2018, Sámano firma asimismo como director y adaptador. Por si fuera poco, también impulsó en 1989 la producción de Las guerras de nuestros antepasados, dirigida por Antonio Giménez Rico y con Sacristán estrenándose como actor delibesiano. Así pues, Sámano, fallecido el pasado octubre, está detrás de tres de las cuatro adaptaciones realizadas a partir de novelas del autor de El hereje (incluida una segunda versión de Cinco horas… con Natalia Millán como eventual –pero convincente– sucesora de Herrera). En la única que no aparece su nombre es en la de La hoja roja, consumada por Manuel Collado en 1986. Tampoco está, por cierto, en la ópera de Cinco horas… de Jorge Grundman, que tiene terminada desde 2015 y está a la espera de que la pandemia le permita estrenarla. Adelanta que es muy fiel, pucciniana y humorística.
La psicóloga Menchu
Pero volvamos a Herrera y Sacristán. La primera entró de rebote en un monólogo esencial para entender la grisura cotidiana del franquismo y el papel gregario al que quedó sometida la mujer, “convertida en relicario de virtudes domésticas”, según Delibes. Otras cinco actrices antes de ella le dijeron que no a Josefina Molina (directora) y Sámano, que finalmente apostaron por Herrera. Un acierto. A pesar de que el proyecto arrancó rodeado de escepticismo (el errático flujo de los pensamientos de la doliente viuda no parecía un material muy estimulante de partida), acabó coronándose en la cartelera, donde aguantó diez años seguidos. Un récord propio de un musical de Broadway.
La entrega de Herrera fue determinante en aquel triunfo. Aunque le costó de entrada comprender a Menchu, se sumergió finalmente en las honduras de su psique hasta alcanzar una identificación extrema. Hizo muy suyo el personaje.Tanto que lo ha seguido encarnando durante casi cuatro décadas. "Abrió puertas de mi vida que yo, sin ser consciente, tenía cerradas a cal y canto. Carmen, como una buena amiga, me acompañó a traspasarlas. Juntas lloramos nuestras frustraciones, nuestros vacíos, nuestras soledades…”, recuerda. “Todos los personajes te enseñan algo pero con Menchu hay un antes y un después, ella me ayudó a reconstruir mi vida personal y profesional”. No podemos, por tanto, dejar de traer a colación el descarnado retrato que –de nuevo– Josefina Molina hizo de esta confusión de identidades en la película Función de noche (1981), donde intercala pasajes de Cinco horas… con una conversación -absolutamente espontánea– entre Herrera y Daniel Dicenta, su exmarido y padre de sus hijos. En un momento dado, la actriz le revela que en el ataúd del escenario, donde yace Mario de cuerpo presente, la cara que ve es la suya.
La conexión de Sacristán con la obra de Delibes no es tan orgánica pero alcanza también profundidades abisales, como constatamos en Señora de rojo… Magistral interpretación pautada por una voz que, aun a punto de quebrarse en muchos momentos, no deja nunca de transmitir una serena lucidez crepuscular. Delibes, utilizando como médium el personaje del pintor Nicolás, evoca (y convoca) a su mujer, Ángeles de Castro, muerta demasiado pronto, lo que le dejó un aura sombría que ya no se pudo sacudir. Señora de rojo… es, como Cinco horas…, un coloquio con un cónyuge difunto. Dos piezas radicalmente íntimas pero también muy incisivas en el plano político, con el franquismo puesto en el centro de la diana. Ambas ofrecen desolación sin paliativos y una fotografía de dos mujeres antitéticas. Ana (trasunto de Ángeles) emerge en la memoria de Nicolás como un ser enérgico y liberal, mientras Menchu se autorretrata en su soliloquio como una burguesa adocenada y llena de complejos. El novelista señaló que fueron los dos perfiles femeninos que dibujó con mayor esmero en toda su carrera narrativa y que, en gran medida, representaban la España de la segunda mitad del siglo XX.
A Delibes le gustaba la contención y la potencia emotiva de Herrera. También le convenció Sacristán por su humor naturalista en La guerra de nuestros antepasados. Una pena que no pudiera verlo en Señora de rojo…, trabajo con el que, por cierto, el actor ha puesto punto y final a su extensa trayectoria escénica. Habría podido comprobar que respetaba todavía impecablemente su exigencia cuando se le proponía montar algún título suyo: que el aspaviento quedara siempre sometido a la palabra.