Junio de 1967. Festival de Monterey. California sufre un nuevo movimiento sísmico pero esta vez las causas no son geológicas sino musicales. Pete Townshend y Roger Daltrey suministraron al incrédulo público estadounidense, al compás de My Generation, la medicina habitual de los Who, que incluía bombas de humo y el previsible destrozo de guitarras. ¿Puede alguien actuar después de esto? Sí. Un guitarrista de Seattle llamado James Marshall Hendrix que acababa de llegar de Londres, donde había estado nueve meses labrándose un nombre como músico y compositor de la mano del ex Animal Chas Chandler y donde puso en marcha Experience, el grupo que integraría junto a Mitch Mitchell y Noel Redding. Tras la sacudida de los Who, el entonces Rolling Stone Brian Jones presentó al “guitarrista más excitante que he escuchado nunca” (sic). Nadie sabía qué podía aportar ya aquel mestizo con sangre negra, cheroquee e irlandesa ataviado al más puro estilo hippie. Rompía el hielo con una versión imposible de Like a Rolling Stone (homenaje a su admirado Dylan) y siguió con los frenéticos Rock Me Baby, Hey Joe (el himno vaquero de Tim Roso que se apropió, aleluya, sin miramientos), Can You See My, The Wind Cries Mary y la siempre perturbadora Purple Haze.
Tras varios monólogos con el público, cambió ritualmente su Fender y transformó la historia del rock para siempre. En Wild Thing se desataron los elementos. Empezó a tocar la guitarra con todo su cuerpo en un estado de comunión con las seis cuerdas nunca visto antes. La sensualidad llenaba el escenario y Hendrix, un místico en levitación, se desbordó. Así que cogió una lata del backstage y roció la guitarra hasta que el fuego le encumbró a lo más alto del santoral del rock. “Se subió al escenario como un don nadie y se bajó como una estrella”, señaló el crítico Joel Selvin. Jimi Hendrix dijo después: “Decidí destrozar mi guitarra al final a modo de sacrificio. Tienes que renunciar a cosas cuando amas algo. Y yo amo mi guitarra”.
¿Cómo llegó Hendrix a este momento catártico? ¿dónde se formó? ¿quién apadrinó a aquella figura que aunaba de una forma tan salvaje rock, soul y blues? El periodista Jas Obrecht ha reconstruido en el libro Stone Free (que ahora publica Cúpula coincidiendo con el 50 aniversario de su muerte) los nueve meses que el guitarrista pasó en Londres, lugar al que tuvo que marcharse por la falta de reconocimiento y de oportunidades en su país (pese a sus intentos con los grupos de Sam Cooke y Little Richard, entre otros, y de pequeñas apariciones en el Greenwich neoyorquino). Jimi Hendrix, del que Alianza publica también la jugosa biografía de Mick Wall, aterrizó en Londres en septiembre de 1966. Como a tantos músicos afroamericanos Inglaterra le proporcionaba libertad y reconocimiento. Los prejuicios raciales no estaban tan enraizados y géneros como el blues y el rock movían las corrientes sonoras de una época comandada por los Beatles y los Rolling Stones (con permiso de los Who).
Nada más pisar suelo británico Hendrix preguntó por Eric Clapton (“Dios”, como lo apodaban en algunas paredes de Londres), con el que compartía su admiración por nombres como Robert Johnson, John Lee Hooker o B.B. King y algunos conciertos en los que, por qué no decirlo, le quitó todo el protagonismo (con o sin mala intención). “Me deslumbró totalmente -sentenció Clapton-. Tocó la guitarra con los dientes, por detrás de su cabeza, tumbado en el suelo… hizo de todo. Me asustaba, porque estaba claro que iba a convertirse en una estrella y mientras nosotros andábamos buscando nuestro propio ritmo, allí estaba lo que de verdad importa”. No fue el único que quedó impresionado por Hendrix. Pete Townshend se quedó destrozado (y eso es mucho decir en él) al verlo sobre el escenario: “Era espeluznante porque recuperó la música negra. Vino y la trajo de vuelta. También todos sus adornos. Me di cuenta de que lo que yo tenía era una serie de trucos que él me había sustraído y no solo los había añadido al R&B negro de donde procedía sino que también había agregado una dimensión totalmente nueva. Me sentí desnudo y me refugié en la escritura”.
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¿Qué convertía a un zurdo como Hendrix en un genio de la Fender Stratocaster? Para empezar, sus cualidades físicas. La extraordinaria longitud de sus dedos le hacía llegar a notas imposibles, asumiendo con total facilidad técnicas y conceptos como riff, feedback, bending, hammers-on o slide y prácticamente convirtiendo el trémolo en un instrumento en sí mismo. Todo ese virtuosismo cayó como un relámpago sobre Monterey y el delirante público que lo contempló. Dos años después pondría los pelos de punta con el himno americano en Woodstock y en agosto de 1970 integraría en la isla de Wight uno de los carteles más importantes de la historia del rock. Tan solo un mes después, y tras alcanzar la gloria en la localidad británica, moriría en el hotel Samarkand de Londres por una sobredosis de barbitúricos, entrando así, loco, provocativo y salvaje, en el macabro club de los 27 que hacía un año había sido inaugurado por Brian Jones. "Existía en él algo que hacía que lo viesen como una especie de príncipe -recuerda Townshend-. No tenía límites, y aquello me asustaba mucho".