Llevaba ya unos años con la salud baqueteada. Pero resistía. Haciendo teatro, sin parar. Aunque protegiéndose un poco más, para cuidar su maltrecho corazón. En la última conversación con El Cultural nos confesaba que en sus ensayos ya habían desaparecido las voces altisonantes. “Antes, si veía a un actor haciendo una barrabasada, le pegaba un grito tremebundo. Ahora lo digo todo educadamente”. Estaba armando una versión de Macbeth, pero la muerte, vestida de Covid-19, ya no le ha dejado ampliar el impresionante currículo a uno de los más grandes estetas de nuestra escena (y nuestro cine) en las últimas décadas. Le ha llegado con tan solo 73 años.

Su fallecimiento ha sido un palo para un gremio que pasa por horas difíciles. Ernesto Caballero, que le sustituyó al frente del Centro Dramático Nacional, donde Vera ejerció como director artístico entre 2004 y 2011 y se marchó algo contrariado, ha expresado en redes sociales su pesar: “Gracias por todo, Gerardo, maestro... Cuánto te vamos a echar de menos aunque es imborrable la huella que has dejado en nuestros escenarios... Buen viaje, amigo”. Son palabras que representan el sentir de todos los teatreros de este país, en el que el regista madrileño deja un rico legado.

Por ejemplo, en los últimos años se sumergió en Dostoievski hasta la médula. Adaptó, con la colaboración de José Luis Collado, su pareja, dos novelones monumentales del escritor ruso, extrayendo jugosas referencias como las que las emparentaban con la filosofía cristiana y el idealismo de El Quijote. Primero, asociado con Juan Echanove, con el que formó un tándem eléctrico de complicidad y pasión escénica, estrenó una versión de Los hermanos Karamázov. El segundo paso fue El Idiota. “Quería seguir profundizando en Dostoievski. Y El idiota es una exploración del alma humana todavía más honda que Los Karamázov. Además, tiene algo muy interesante para la escena. Dostoievski dudó mucho mientras la escribía. No tenía muy claro el destino que le iba dar a los personajes. Eso los hace muy contemporáneos porque no tienen una coherencia stanislavskiana ortodoxa. Transmiten inquietud en todo momento, lo que me ha permitido arriesgarme más”, nos explicaba.

Nacido en Miraflores de la Sierra (Madrid) en 1947, se crió en una familia comandada por un padre que, como el mismo lo definió, era “un jefazo” de Falange. Acaso el origen de su afición por el mundo del teatro y del cine tuvo su origen en la curiosa circunstancia de que, por su casa de Torrelaguna, Cary Grant y Sofía Loren pasaban a cambiarse y maquillarse durante el rodaje de Orgullo y pasión. Ya en la facultad, donde estudió Filología Inglesa y Literatura, se enroló en Tábano, mítica compañía de teatro universitario dirigida por Juan Margallo que disparó muchas vocaciones.

Gerardo Vera demostró a lo largo de su carrera ser una figura anfibia en varios sentidos. Dominando el clásico, no dejaba de explorar textos contemporáneos. Por otro lado, sus puestas en escenas alternaban autores foráneos con figuras de la dramaturgia nacional. Era voraz y tenía una gran amplitud de miras en sus objetivos. Durante su mandato en el Centro Dramático Nacional, puso el foco en autores estadounidenses y europeos. Ahí están los ejemplos de sus montajes de Agosto, de Tracy Letts, y La loba, de Lilian Hellman, con Nuria Espert. En esa etapa también sacó a relucir un Chejov muy poco representado, Platonov, con una escenografía fastuosa. Pero en el CDN escenificó asimismo Divinas palabras, inaugurando con su versión del maravilloso texto de Valle la sala que bautizada con el nombre del padre del esperpento. Últimamente, además, se adentró en la historia de España y sus sombras con Reina Juana (monólogo de Ernesto Caballero y protagonismo pleno de Concha Velasco encarnando a la monarca ‘enajenada’) y con Sueños, la críptica y onírica pieza de Quevedo, que confeccionó para la Compañía Nacional de Teatro Clásico.

No hay que olvidar tampoco su faceta fílmica. Dirigió La otra historia de Rosendo Juárez (1990), Una mujer bajo la lluvia (1992), La Celestina (1996), Segunda piel (2000) y Deseo (2003). Ni que ganó el Goya a la mejor dirección artística por La niña de tus ojos, de Fernando Trueba, en 1999. Siempre siguió sus intuiciones, sin saber muy bien de dónde le venían. Tampoco era una cuestión que a su juicio mereciera psicoanalizarse. “Yo soy un artista caótico y anárquico. Eso no significa que me mueva por ocurrencias. Todo lo que hago mana del texto, siempre. Supongo que me ayuda el hecho de que tenga 70 años, 55 dirigiendo teatro. La inspiración llega y ya está. Me puedo levantar una mañana, escuchar una partitura de Bach y vislumbrar el camino. Casi siempre empiezo con una ensalada de referencias bailándome en la cabeza y, a medida que avanzo, voy descartando cosas hasta encontrar la esencia”. La esencia del esteta. 

@alberojeda77