Aunque no concibe el término ‘espectáculo’ aplicable a su Trilogía de la guitarra, anunciada para los días 25, 26, 27 y 28 de febrero en la Sala Roja de los madrileños Teatros del Canal, Rocío Molina (Torre del Mar, 1984) la ha compuesto dividiéndola en Inicio (Uno), Al fondo riela (Lo otro de Uno) y la tercera y última pieza, aún sin título, que se encuentra en un vivo y laborioso proceso creativo. “La guitarra es mi gran pasión”, confiesa a El Cultural. “La oigo continuamente, también el cante, pero en particular la guitarra, que me aporta y me sugiere ideas. Así que tenía necesidad de hacerle una especie de homenaje, que fuera como una declaración de amor, pero cuando empecé a trabajar, de pronto me encontré con un paisaje inmenso, que no cabía en una sola función. Entonces, para intentar abarcar lo que la guitarra flamenca expresa y significa para mí, no me quedó más remedio que pensar en una trilogía, porque cada intérprete es un mundo en el que yo quería profundizar”.
Pude asistir en el Festival de Nimes, Francia, durante la edición de 2019, a la primera parte de esa trilogía, que Molina comparte con el excepcional compositor y guitarrista Rafael Riqueni, los dos solos en el escenario. Para ello, la bailaora malagueña no escogió el teatro principal de la ciudad, el Bernadette Lafont, sino uno de dimensiones más reducidas, el Odeón, casi íntimo, donde el público tiene la posibilidad de sentirse muy próximo a los que actúan.
Al finalizar, se produjo un silencio impropio y más bien anómalo, en el que se percibía una emoción contenida, cuando todos, con un nudo en la garganta, tenían la certeza de que el aplauso no era suficiente premio para manifestar el reconocimiento no solo por tanto despliegue de ilimitada belleza, sino porque lo que allí se vio o, mejor dicho, se vivió, había inundado con una aguda sutileza las regiones más escondidas de los espectadores, que, al cabo de unos segundos y asumiendo el impacto que los conmocionó, ovacionaron largamente.
Sin disfraces
Conocemos la extensa y compleja trayectoria de Rocío Molina y la radicalidad de algunas de sus propuestas anteriores, pero esa especie de ceremonia sin nombre a la que habíamos asistido era diferente. ¿A dónde nos lleva esta artista única, de técnica perfecta e infinito repertorio dancístico y con una natural e incisiva capacidad de transmisión? ¿De qué lugar proviene ese vigor subrepticio pero de una eficacia demoledora? “No sé, la verdad. Es un nexo: acallar los ruidos y enseñar cómo una persona establece contacto con su ser desnudo, tanto con su parte más seductora y bella como con la
más tenebrosa. Básicamente es muy recóndito y, por otro lado, muy auténtico, donde no existe la ocultación. Estamos en un momento en el que necesitamos verdades. La escena, para mí, es un lugar sagrado, y subo para conectarme conmigo misma y con mi verdad, y si no es así, no subo. Yo creo que ahí radica ese presunto poder de transmisión, en el mostrarme sin disfraz”, explica.
En Inicio (Uno), Rafael Riqueni interpreta diversos pasajes de su obra Parque de María Luisa, para continuar con una original soleá, marca de la casa, de una escalofriante altura musical, y su versión de la marcha procesional Amarguras, de Manuel Font de Anta, que lleva a terrenos insospechados, al margen incluso de su carácter religioso o de sus connotaciones costumbristas.
“La escena es un lugar sagrado. Subo para conectarme conmigo misma y con mi verdad. Si no es así, no subo”
Claro que esto, en manos de Riqueni y en presencia de Rocío Molina, que baila los distintos pasajes, adquiere un sorprendente calado artístico, otra magnitud, ya que, como ella, también Riqueni posee la facultad de llegar directamente y sin intermediarios al corazón del espectador. “Rafael es el guitarrista de mis sueños a lo largo de mi existencia, porque me ha acompañado en cualquier época. Ahora, y con motivo de la Trilogía, nos hemos conocido personalmente, pero me encuentro unida a él desde siempre. Cada obra que he hecho ha estado precedida por un periodo de escucha y recogimiento con su música, que es mi luz de guía, mi referencia y un excelente motivo de inspiración”.
Los espectáculos de Rocío Molina siempre dan la sensación de estar escritos por una niña, donde se mezclan el juego de la irrealidad y la evocación, el sustrato onírico de las apariciones, la necesidad de la ficción y el espejismo para zafarse de las agresiones de un tiempo hostil, la soledad y el miedo, las voces en la oscuridad o el asombro ante el prodigio de los descubrimientos. “La improvisación es una necesidad espiritual porque te relacionas con la zona más instintiva, con la niña que eres, con lo que significas en ese momento, con tus colores, con tu energía. En la improvisación la forma no importa, lo fundamental es que permanezcas unida a esa intimidad que va más allá de la pura consideración estética o que, en último caso, la estética es un reflejo de una actitud donde palpita la vida interior”.
Después de haber analizado la primera parte de la Trilogía, salta la duda de si se pretende alcanzar un más o menos utópico lenguaje común, que aúne danza y música, o por el contrario se trata de simbolizar o darle forma dancística al lenguaje musical, en este caso al discurso guitarrístico. “En lo que se refiere a las cadencias y a la acción del cuerpo y a la música, es tan sencillo como dejar que fluya: oír y bailar. Algo muy básico, que el cuerpo se mueva: yo no acompaño a la guitarra ni la guitarra me acompaña a mí; es como un continuo diálogo”.
Atmósfera sin tiempo
Tanto en Inicio (Uno) como en Al fondo riela (Lo otro de Uno), Rocío Molina se sumerge en una atmósfera sin tiempo, vacía, una suerte de drástico minimalismo en el que se desprende de recursos escénicos para quedarse sola con Riqueni en el primer segmento de la Trilogía, y con los también guitarristas Eduardo Trassierra y Yerai Cortés, en el segundo. Incluso las luces de Antonio Serrano Soriano, que hace también las veces de director técnico, son de lo más funcionales, sin caer en amaneramientos ni efectismos vacuos, absolutamente innecesarios y más en un trabajo de estas características. “Depende de cada momento, claro. No significa que en este caso me quiera despojar de cualquier elemento, sino que, simplemente, lo he sentido así. Y a lo mejor, en otra circunstancia, me hubiera rodeado de siete músicos. Pero, la verdad, es que ahora preciso lo mínimo. La Trilogía es la antiobra, el antiespectáculo, el antimovimiento, el anti… Todo me sobra. Admito que es un concepto un tanto difícil de entender”.
¿A qué corresponde esa voluntad de desprendimiento? No es ninguna frivolidad ni un recurso de histrionismo melodramático ni un artificio escénico para conseguir el impacto sorpresivo. ¿De dónde surge esa disposición? Posiblemente del laberinto de una búsqueda descarnada. “Son épocas de transiciones, de creación, en las que resulta que lo último que pretendes es hacer un espectáculo. Es contradictorio y sin duda conflictivo, pero necesitaba manifestarlo, aunque sin forma. Ya se sabe que en su conjunto, la danza se convierte en diseño de movimiento, en la adaptación de las estructuras rítmicas, coreografías, escenografía, luces, músicas, efectos y, en definitiva, en un espectáculo. Y eso era lo que no quería. Yo he intentado hacer una obra sin que fuese una obra”.
“En otra circunstancia me hubiera rodeado de siete músicos. Ahora la verdad es que preciso lo mínimo. Todo me sobra”
¿Con un guion inflexible o una orientación de base? ¿Unos patrones de actuación? ¿Unas pautas donde apoyarse y que marquen el camino con un principio, un desarrollo y un final? “Ni hay un guion previo ni utilizo un trazado fijo. Son bosquejos abiertos porque trabajo con las emociones y luego permito que sobre el escenario cada uno exponga las suyas propias. Hay como un recorrido hacia atrás. En Inicio, que hago con Riqueni, se establecen alianzas ingenuas, donde no conozco el miedo, un coloquio de admiración mutua que se resuelve en gestos, en señales sutiles, en frágiles miradas que no obstante encierran una complicidad fuerte, donde me muevo muy suelta, con la improvisación formando parte de la libertad creadora. Sin embargo, en Riela es lo contrario: aparece lo tenebroso, el ego, la máscara, el espejo y la soberbia, el exponer los fantasmas que te acompañan, un viaje que te hace subir al escenario con mucha honestidad”.
Hasta el desmayo
Como epílogo, las consecuencias –invisibles para el espectador– que puede acarrear el hecho de llevarla danza no hasta el borde del abismo, como dice Molina, sino hasta lo insondable de un acantilado que se hace realidad como síntoma, pero del que se ignora su naturaleza. Un universo extremo que a veces forma parte de la trayectoria vital de algunos artistas empeñados en ir al fondo de sí mismos y habitar espacios ocultos.
“Se originan estados alterados de conciencia que repercuten en el organismo al experimentar una suerte de proceso químico que perturba la mayor parte del sistema”, aclara. “Es una descarga sobrenatural con la queme he sentido poderosa, tanto que en algunas ocasiones he llegado a sufrir un desmayo y perdido el conocimiento. El artista está siempre al borde del abismo, sin saber qué hay al otro lado. Y sentimos miedo ante situaciones que no conocemos. Nos gustan los riesgos, claro, pero también los sufrimos. En último caso, estamos obligados a alcanzar ese estado para comunicar todo el sentido de un arte tan profundo y revelador como es el flamenco”.