Joan Matabosch (Barcelona, 1961) tuvo que echar la llave del Teatro Real dejándose dentro la imponente escenografía de Aquiles en Esciros sin haberla lucido un solo día. Miguel del Arco (Madrid, 1965), por su parte, cerró el Pavón con la de Traición (dirigida por Israel Elejalde) también en pie, a punto para el estreno del 13 de marzo. Ambos se encerraron en sus casas en un estado de profunda frustración. Y de acuciante incertidumbre. No tenían nada claro a qué se enfrentaban. Luego –ya lo sabemos– resultó ser un enemigo mucho más despiadado y pertinaz de lo temido a priori. Tanto que terminó de derribar el ilusionante proyecto Kamikaze. En el Real, por suerte, se lanzaron al ruedo a principios de julio con La traviata, y ahí siguen, haciendo malabares entre las exigencias sanitarias y las artísticas, sin faltar ni a las unas ni a las otras. El Cultural los reúne en el coliseo de la Plaza de Oriente, en una sala de ensayo que ocupará un trompetista después de que los dos rememoren este annus horribilis para los escenarios y dejen, sin embargo, flotando en la estancia una vibración de rebeldía optimista para el futuro del sector.
Pregunta. Bueno, esto tiene un poco de cita a ciegas, ideada con el ánimo de ‘cruzar’ sus experiencias en el último año, que son, en cierto modo, dispares. ¿Se conocían mucho, poco, nada…?
Joan Matabosch. Sí, sí, nos conocemos bien… Yo era un adicto a Kamikaze. De hecho, estábamos a punto de concretar una alianza. Si no hubiera habido pandemia, habríamos hecho una coproducción, probablemente de una ópera contemporánea.
P. Dicen de usted, Joan, que es la persona que más teatro ve en Madrid…
J. M. ¿Eso dicen? ¿Quién?
Miguel del Arco. La verdad es que puedo dar fe. Yo, que era como el sereno del Kamikaze, sé que ha visto todas mis obras y muchas más. Joan siempre está muy pendiente de lo que ocurre en la escena, y eso habla de él como profesional.
J. M. Es lo que me corresponde. E iría más si no tuviese este trabajo, porque tendría más tiempo. He ido toda mi vida a todo. A muchos directores de ópera importantes los he conocido primero en el teatro, sin ir más lejos a Deborah Warner, que ahora está aquí ensayando Peter Grimes.
P. ¿Y usted, Miguel, se acerca con frecuencia al Real?
M. A. Sí, sí, claro. Tengo, además, muchos recuerdos. Estuve en una de las últimas promociones de la Resad que todavía recibía las clases aquí. Cantábamos en los soportales que dan a la Plaza de Ópera porque había una resonancia increíble. Fue una formación que simultaneé, por cierto, con la de la Escuela Superior de Canto de Madrid.
P. Pero también tiene sus recelos frente a la ópera. Nos contaba cuando dirigió la versión lírica de Fuenteovejuna en el Campoamor que muchas veces topaba con montajes donde la base dramatúrgica se descuidaba y que eso le impedía sumergirse en las historias operísticas.
M. A. Sí, mi marido se ríe porque no es raro que, estando juntos en la ópera, yo acabe cerrando los ojos. Es que si no se hace el trabajo dramatúrgico me cuesta mucho aceptar la convención de estar dispuesto a creerme lo que pasa en el escenario. Y para cerrar los ojos, me pongo un cedé en casa.
“Nunca olvidaré cuando me llamaba algún actor devastado diciéndome que había dado positivo”. Del arco
J. M. Eso es insoportable: hacer de una ópera un concierto con cantantes disfrazados.
P. Pero pasa cada vez menos, ¿no?, dado el protagonismo que han asumido los registas durante las últimas décadas.
J. M. Sí, sí, sin duda. Aquí intentamos que se ensaye siempre lo suficiente para que los procesos creativos tengan consistencia, también con las reposiciones. Pero existe mucho teatro de ópera que todavía hace reposiciones sobre la base de un ensayo único; es muy típico en Centroeuropa, por ejemplo. A veces no hay ni ensayos, sino una explicación breve de las entradas y salidas y ya está. Así es imposible reconstruir el espíritu de la producción original. Hay una anécdota buenísima al respecto de Grace Bumbry en la Ópera de Viena. Por la mañana, antes del estreno de Tosca, el asistente del director estaba dando este tipo de instrucciones puntuales a los cantantes y ella, agobiada porque quería irse a reposar para estar a tope por la noche, le gritó: “¡Para ya esta estupidez y dime de una maldita vez dónde está el cuchillo!”. [Risas]
Canto del cisne en Kamikaze
P. Miguel, aunque decidió renunciar al canto como carrera profesional, ¿sigue cantando mucho en la intimidad: bajo la ducha, mientras cuida de los árboles de su casa en el campo…?
M. A. Sí, por supuesto. De hecho, en la última función que se hizo en el Pavón me arranqué con la canción que hicimos para el Misántropo, Aquí y ahora, que es como el himno de la compañía. Luego la gente se me acercaba sorprendida: “Joder, pero ¿tú cantas también?”.
Ese último telón cayó el pasado 30 de enero. Del Arco y sus socios (el mencionado Elejalde más Jordi Buxó y Aitor Tejada) han pasado unos meses muy duros. Y ahora se enfrentan a una serie de pleitos derivados de la conflictiva relación que mantuvieron con José Maya, el propietario del Pavón. Pero ya hace tiempo que se vienen aliviando el luto. “Al reabrir, pronto nos dimos cuenta de que había sido un error, y eso nos hizo sufrir mucho. Pero llegó un momento en que pensamos que debíamos celebrar todo lo que habíamos conseguido, como colocarnos en la lista del Observatorio de la Cultura sólo unos puestos más atrás del Teatro Real. Ha sido un viaje fantástico”.
J. M. Yo creo que ese viaje no ha acabado, que debe tener continuidad en otro espacio. Me resisto a creer que es un proyecto finiquitado porque su músculo creativo justo antes de estallar la pandemia era tremendo. En el momento en que las cosas se normalicen, hay que buscar una alternativa para que siga adelante. Es una prioridad.
P. Decía, Miguel, que reabrir a finales de agosto fue un error pero ¿hasta qué punto tuvieron como referencia la reapertura pionera del Real a principios de julio? ¿Les insufló ánimos?
M. A. Sí, fue muy importante. Cuando abrió el Real, vimos que había una puerta entornada. Fue un acicate sin duda para tirar hacia delante.
J. M. La verdad es que en estos meses está habiendo mucho apoyo mutuo en el mundo del teatro para encontrar y compartir fórmulas que permitan estar abiertos.
M. A. Sí, no hemos parado de hablar entre nosotros y preguntarnos: “Oye, lo de las manos ¿cómo lo hacéis? ¿Y lo de los pies cómo va?”. Nos iba la vida en ello: en transmitir seguridad. Esa unidad es lo que siempre he perseguido, y espero que perdure después de esto. El sentido colectivo y solidario se ha reforzado mucho dentro de las compañías. Saber que los unos dependíamos de los otros más que nunca nos ha unido mucho. Nunca olvidaré cuando me llamaba algún actor devastado diciéndome que había dado positivo y pidiéndome perdón porque eso suponía cancelar una gira. Pero qué perdón… Todo ha sido muy tremendo.
J. M. También trabajar en estas circunstancias ha incentivado la imaginación y ha generado algunos hallazgos artísticos. Nosotros tuvimos que sacar un arpa en Rusalka porque literalmente no cabía en el foso si queríamos mantener las distancias. Y luego un crítico decía que era una gran idea disociar ese arpa del conjunto orquestal porque así se visualizaba mejor que el instrumento representaba el alma de la ninfa. [Risas] No nos ha quedado más remedio que ponernos creativos, a veces de casualidad.
“Del 60% de aforo de que disponemos, estamos vendiendo el 100%. Eso invita al optimismo”. Matabosch
P. Creativos y firmes: ni la pandemia, ni Filomena, ni el Brexit les ha doblegado.
J. M. Uy el Brexit… [ríe de nuevo]. Que algo sea muy complicado no quiere decir que sea imposible. Y si no es imposible, aquí vamos adelante.
Una manera de salir adelante que proponían Del Arco y los suyos era constituir una fundación, que es el modelo de gestión que rige precisamente en el Real. “No queríamos perpetuarnos nosotros nominalmente, sino el proyecto que apostaba por la dramaturgia contemporánea. La opción era que participaran las tres administraciones y que los que lo habíamos puesto en marcha siguiéramos un tiempo, quizá cuatro años. Porque yo vivía infinitamente mejor antes de Kamikaze que después, a todos los niveles. Es que sin una fundación y sin una ley de mecenazgo, es muy difícil conseguir el apoyo privado. Por tu cara bonita las empresas no suelen dar dinero”.
J. M. Lo de la fundación es un modelo muy válido. En el Real sólo el 24 % del presupuesto procede de financiación pública. Luego hay un 25 % de patrocinios, un 9 % de alquileres de salas y el resto, taquilla. La inversión pública es bajísima, del orden de tres cuartas partes menos que en cualquier otro país de Europa.
Qué pena, qué pena...
P. Muchos pensaban que no os iban a dejar caer. ¿Le queda algo de resquemor hacia los políticos?
M. A. No quiero echar nada en cara pero muchos nos decían que si nos ayudaban a nosotros, otros teatros se molestarían. Y como intentan agradar a todos… Pero la política es decidir y optar por lo que se cree que puede ser mejor. Sabían que no había plan b si salíamos del Pavón. Luego, cuando cerramos, una consejera escribió un tuit diciendo que qué pena. Del Inaem recibimos una llamada diciéndonos también que qué pena pero que en el fondo iba a ser un alivio para nosotros.
P. Por otro lado, en España se ha permitido que los teatros estén abiertos desde mediados de junio, algo que envidian en prácticamente en toda Europa. ¿Cómo valoran ese hecho?
J. M. Han considerado que la cultura era prioritaria. Es muy de agradecer. Pero hablar de esto al lado de Miguel, que ha tenido que cerrar…
M. A. Se ha dejado abrir porque no había un programa de contrapartidas para el caso de seguir cerrados, como sí ha habido en Francia o Alemania. Aquí se agrava una precariedad atroz. Una parte enorme de la profesión está completamente al descubierto, porque los bolos han desaparecido. Estamos funcionando bajo mínimos. Fuera de Madrid y Barcelona, el teatro se hace los sábados. Cualquier bolo que se cae es una tragedia. En Francia yo conozco compañeros que están deseando volver a trabajar, por supuesto, pero entretanto están cubiertos. Aquí veo ahora más cuadros dramáticos y de desesperación que en la crisis anterior. Mucho peores.
Un esfuerzo ético
J. M. La situación en el mundo de la ópera es absolutamente trágica, más allá de esos teatros centroeuropeos con ensembles estables bajo una financiación pública del 80 %. Los artistas que funcionan como freelance están desesperados. Lo de abrir también se debía a ellos. No hacerlo supone dejarles colgados. Aunque sólo sea por eso debemos seguir haciendo este esfuerzo. Es un tema ético.
P. ¿Y qué perspectivas tienen del futuro? ¿Oscilan más hacia el optimismo o el pesimismo?
M. A. Pues pienso en Churchill cuando decía que era optimista porque cualquier otra cosa no era útil. Siempre intento construir algo mejor de lo que tengo. Lo de la queja permanente me aburre y no va conmigo. No sé… Hay hambre de reunirnos. Ahora a mí me piden por todos los lados embarcarme en proyectos audiovisuales, sobre todo las teles, que son las plataformas que han disparado su necesidad de contenidos, y no tienen ningún problema con los protocolos sanitarios. Pero esto no es una alternativa al teatro, a esa retroalimentación que se genera entre el escenario y la platea. Cuando esto se disipe un poco, si ahora estamos siendo capaces de hacer teatro en estas circunstancias, pasarán cosas buenas necesariamente.
J. M. Las perspectivas en cuanto a la demanda son buenas. Del 60 % de aforo de que disponemos vendemos el 100 %. Eso es muy ilusionante e invita al optimismo. Nuestras iniciativas digitales, por otra parte, se han disparado durante la pandemia y eso también es bueno. Nosotros ya llevábamos unos años apostando muy fuerte por estos formatos. Nos ha permitido ser mucho más conocidos internacionalmente. Quizá sea lo bueno que saquemos de todo esto. En cualquier caso, aquí no vamos arrojar la toalla.