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Medio siglo ha transcurrido desde la muerte de Stravinski en Nueva York. Cincuenta años en los que su figura, eminente, básica, fundamental para el desarrollo de la música de nuestros días, sigue presente e incluso no ha hecho más que crecer y, todavía, de influir. Es un referente esencial para los creadores, los estudiosos, los críticos y los aficionados. Son muy justas al respecto estas palabras del musicólogo Heinrich Strobel pronunciadas en el festival de música contemporánea de Donaueschingen en 1953: “En su obra se hace presente toda la evolución musical europea, desde el gregoriano hasta las innovaciones más radicales y que él mismo, en la Consagración de la primavera y otras obras supo crear. Es el único compositor de nuestro tiempo que se ha apartado, de una forma consciente y consecuente, del individualismo romántico”.

Stravinski, que había venido al mundo en Oraniembaum, un balneario cercano a San Petersburgo, el 17 de junio de 1882 y que moriría en Nueva York el 6 de abril de 1971, bebería en un principio de las fuentes tradicionales de su país, de las corrientes nacionalistas, de la herencia de Chaikovski y de sus contactos con Rimski-Korsakov, con el que estudiaría durante tres años. Sus primeros balbuceos compositivos atrajeron la atención de Sergei Diáguilev, director de los Ballets rusos, que le encargó la música para El pájaro de fuego, estrenado en París en 1910, y que traducía todo el esplendor de la orquesta de su maestro en combinación con ciertos reflejos del impresionismo francés.

Seguirían casi sin solución de continuidad, Petruschka, donde el compositor encuentra su tono personal en el manejo de temas folclóricos de su país en un desarrollo de notable variedad y subidos colores, y la citada Consagración de la primavera, pitada en su estreno de 1913, pero enseguida aplaudida como una obra auténticamente maestra por su complejidad rítmica, con continuos cambios de compás, demoledoras armonías, con estratégica administración de la acórdica, desaforada tímbrica, virulenta y rompedora instrumentación; y empleo expresivo del ostinato, tanto rítmico como motívico.

Composiciones emanadas de los cantos populares rusos ritualizados, que descienden directamente, considera Arnando Gentilucci, del culto primitivo y pagano de Rimski, estela que Stravinski abandonaría muy pronto para rebuscar en las formas clásicas de occidente. Ahí nacen, por ejemplo, Pulcinella (1919), que trabaja sobre temas de Pergolesi, o, al final de ese periodo, Edipo Rey (1927). Un salto casi al vacío alejado –aparentemente– de la violencia fauve anterior.

Realmente, y citamos de nuevo a Gentilucci, “el primitivismo del Stravinski ‘ruso’ lleva ya de por sí los gérmenes de la reacción contra el rectilíneo proceso de disolución del lenguaje tonal”. En ese camino surgen composiciones curiosas y mestizas, como Las bodas (1923), la operita bufa Mavra (1922), el chaikovskiano El beso del hada (1928) o Apollon Musagète (1928), que recrea el espíritu de Lully.

Un caso aparte es La historia del soldado de 1918, situada en un vano de esa evolución y en la que se emplean por primera vez elementos de jazz en una partitura ciertamente original. Pese a su aparente sencillez, una de las obras más secretas de Stravinski, aunque en ella no haya nada realmente nuevo. Por otro lado, el material, los temas e ideas musicales son simplones e incluso banales, pero la música es de una frescura extraordinaria y sostiene a las mil maravillas lo que puede considerarse un arquetipo de fábula.

“No es simplemente la inspiración lo que cuenta. Es el resultado de ella, vale decir, la composición”. Stravinski

Y nuestro músico continúa su imparable, variado, accidentado y en el fondo muy coherente caminar, asumiendo tendencias de aquí y de allí. Una parcela no muy cultivada fue la de la ópera, que cuenta con dos títulos esenciales, la mencionada Mavra y La carrera de un libertino, en la que el compositor, a la postre, empleó los mismos esquemas sobre los que se había desarrollado la ópera bufa italiana, idénticos a los utilizados por Mozart en su Don Giovanni y Così fan tutte. Sin duda, y así lo reconoció la crítica tras el estreno en Venecia el 11 de septiembre de 1951, con Elisabeth Schwarzkopf en el papel de Anne Trulove, es la obra póstuma del compositor en esa línea neoclásica.

Tras el estreno se inició la discusión de si la ópera era o no un pastiche (el propio Stravinski no negaba esta posibilidad); o si era o no un plagio. Para algunos, ninguna obra muestra tanto como ésta la originalidad del músico, apreciable, por ejemplo, en la extraordinaria escena de la partida de cartas en el cementerio. Todo está tratado, como solía ser norma en Stravinski, con mano meticulosa, con voluntad objetiva, con deseo de estilización.

En su continuo deambular el músico se mostró curiosamente, en las obras escritas a partir de cumplir los 70, abierto a los procedimientos seriales de índole dodecafónica, a los que se había opuesto años atrás. La Cantata sobre cuatro poemas de poetas ingleses anónimos delos siglos XV y XVI de 1952, justifica la observación de su autor al afirmar que el contrapunto era su “verdadero hogar”. A partir de aquí, una persecución cada vez mayor de la abstracción formal. El ballet Agon de 1957 o Threni de 1958 son manifestaciones de esa tendencia.

Como final, son reveladoras estas declaraciones suyas: “Tenemos un deber para con la música: inventarla… El instinto es infalible. Si nos induce a error, deja de ser instinto… No es simplemente la inspiración lo que cuenta. Es el resultado de la inspiración, vale decir, la composición”.