Por segunda vez Christian Thielemann (Berlín, 1959) se situaba en el podio de la Filarmónica de Viena para dirigir el Concierto más famoso del Mundo, aquel que siguen en directo millones de aficionados de todo el mundo. La labor del maestro berlinés ha sido loable.
Partiendo de sus conocidas características -rigor conceptual, claridad expositiva, cuidada acentuación, gesto conminativo que sabe dulcificarse cuando conviene, siempre partiendo de movimientos que a veces parecen cuadriculados- ha sabido encauzar por buenos caminos la sesión.
Los de la Filarmónica de Viena los conocen muy bien. Han sido dirigidos por él en muchas ocasiones. Y acaban de registrar bajo su mando la integral de las Sinfonías de Anton Bruckner, un compositor especialmente afín a sus modos. En más de una ocasión hemos tenido la oportunidad de verlo dirigir alguna obra del maestro de Ansfelden. Y justamente una de las ocho obras que se tocaban por primera vez en esta cita anual era de él: una Cuadrilla -op. 121- escrita inicialmente para piano y arreglada para la ocasión por Wolfgang Dörner.
El concierto comenzó con la Marcha del Archiduque Albrecht op. 136 de Karl Komzak, en la que sorprendió la suave acentuación conseguida en el dibujo del segundo tema. Seguimos con una pieza muy conocida, el vals Bombones de Viena op. 307 de Johann Strauss hijo, que fue expuesto de manera delicada y nítida, con justa acentuación de la primera parte del compás. Todo se oyó, a lo que contribuyó por supuesto la magnífica toma sonora, que nos llega a través del buen trabajo de los técnicos de la Radio y de la Televisión españoles.
Del propio Strauss hijo fue la polka francesa Figaro, op. 320, tocada con precisión. Enseguida el Vals para todo el mundo, airoso y elegante con ribetes marciales, de Joseph Hellmesberger Junior (estreno en la sesión). La primera parte se coronó con la polka rápida Sin freno, op. 238 de Eduard Strauss. La segunda, tras el documental, del que hablaremos enseguida, se inició con la Obertura de la opereta El Maestro del Bosque de Johann Strauss hijo, tocada con especial lentitud. Hermoso solo de violonchelo con el cortejo de violines y flautas.
[Christian Thielemann, un gladiador al mando del Concierto de Año Nuevo]
El Vals de Ischl, op. Póstumo, de aliento muy romántico y la Polka del ruiseñor op. 222, airosa y exquisita, de Johann Strauss II, que se tocaban por vez primera también en este Concierto, se delinearon con gusto y serenidad. En el primero se lució -en toma previa- la bailarina Ketevan Papaba con coreografía de Davide Bombana. Thielemann aplicó un rubato algo postizo en la segunda composición.
Nuevo estreno: La alta primavera, Polka mazurca, op. 114, lenta y cadenciosa, de Eduard Strauss. A continuación nos embebimos en la reproducción de la maravillosa y conocida Nueva polka pizzicato op. 449 del propio Johann Strauss II, expuesta con increíble precisión.
Otra obra nueva, la Polka-Estudiantina del ballet La Perla de Iberia, refinada y chispeante, de Joseph Hellmesberger II, fue interpretada con sorprendente ligereza, lo mismo que el vals Ciudadano de Viena op. 419 de Carl Michael Ziehrer, en donde se lucieron los bailarines en muy bellas tomas realizadas en las estancias de un palacio. Ellas con trajes floreados bastante cursis. Quedaban otras dos novedades: la comentada cuadrilla de Bruckner y el desenfadado galop Me alegro, Nytar del danés Hans Christian Lumbye.
Antes del cierre escuchamos otro de los grandes valses, el llamado Delirios de Josef Strauss, en el que Thielemann descubrió, acentuando las modulaciones, un sorprendente dramatismo en la introducción. Y luego, ya se sabe, la felicitación en medio de la ofrenda floral y los dos bises obligados: el Bello Danubio azul de Johann Strauss hijo, delineado a buril, especialmente moroso, pero de una claridad extrema, y la Marcha Radetzky de Strauss padre, en la versión arreglada por la propia Orquesta. Y las palmas, que Thielemann dirigió fuera del podio sin batuta atendiendo a los espectadores.
El maestro alemán nos ha parecido más flexible y aplicado, tratando de cuidar el estilo, que en la ocasión anterior en la que se puso el frente de la Filarmónica para servir esta reunión. Todo estuvo bien encajado. Como el acostumbrado documental, dedicado en esta oportunidad a Bruckner.
Dos niños protagonistas, alumnos en San Florián, la abadía donde tocaba Bruckner, eran los ejes. En sus fantásticas andanzas, de aquí para allá, recorren típicos enclaves conectados con la trayectoria del compositor y se montan incluso en un globo. Imágenes sugerentes y músicas ad hoc bien adaptadas del músico: piezas religiosas, Sinfonías 3 y 8. Al final, el Locus iste tocado ante la tumba de Bruckner. Un filme de Felix Breisach.
Con su fachenda y facilidad habitual, Martín Llade puso amena voz a la transmisión.