El hambre es un combustible que hace arder imperios. Un estómago vacío inflama el espíritu combativo de incluso aquellos que, con pan en la mesa, aplauden y celebran la historia de su reino y los mil años por venir. Hambre tenían los súbditos de Luis XVI, y su cabeza rodó. También les rugían las tripas a los mujik, aquellos campesinos de las estepas rusas que, como venganza y traca final, ejecutaron al que hasta hacía poco era su lider incontestable y casi divino, el zar Nicolás II.
Tampoco tenían nada que echarse a la boca los romanos que, durante el siglo V a.C., hacían tambalear los cimientos de la jovencísima República Romana. Como una rémora eterna, perenne, que permanece así los imperios caigan, la inflación del precio del grano enfrentaba a los flamantes patricios con los plebeyos que, reunidos en el monte Aventino, llegaron a amenazar con erigir una nueva ciudad en aquella colina.
Y en esta atmósfera de inestabilidad, insurgencia e incapacidad de satisfacer las necesidades de un pueblo que ruge de hambre, la historia, de nuevo, quiere repetirse. O quizás inaugura un modus operandi que tendrá sus réplicas a lo largo del tiempo.
Ante las flaquezas de un sistema inoperante, surge la tentación de aupar a un hombre fuerte que resuelva todos los males del estado enfermo. Los patricios, confiados en que es la mejor solución para calmar las aguas, proponen como nuevo cónsul al joven, telúrico, experto militar Cayo Marcio. El brillante mando castrense detesta a la plebe, y, sin embargo, para ser elegido, se ve abocado a la reverencia y a la súplica por unos votos que saben al barro que siente estar tragando.
La vigencia de esta historia palpita a lo largo de los siglos. Así la contó Plutarco en Vidas paralelas, la obra en la que el autor romano equipara la vida de figuras de la historia griega con sus equivalentes en el territorio del Lacio. Así, también, se hizo eco Shakespeare en su tragedia Coriolano, la última que escribió. Temas como la lucha de clases, la escasez de recursos, y el debate sobre la viabilidad de los autoritarismos para enfrentar democracias imperfectas subyacen en la historia de Cayo Marcio.
La obra escrita por el Bardo coloca al militar en el centro de la palestra como un héroe trágico poco común. Ahora frío, ahora arrogante, su inexistente habilidad social, probablemente fruto de su inmaculada disciplina marcial, impide que el público se solidarice con él hasta bien entrado en los compases finales de la historia.
Cuando, inevitablemente, cae en desgracia, la hamartia, aquel error fatal, es esquiva y difícil de identificar. Podría ser que su falla radicase en su falta de humanidad durante la mayor parte de la obra o, por el contrario, que esta concesión final fuera la que le precipite a la muerte.
Esta duda irresuelta, en la que queda en suspenso el motivo de la caída del cuestionable héroe, es quizás, junto a los temas de flagrante actualidad, el motivo por el que hemos visto en los últimos meses dos propuestas escénicas del texto original del dramaturgo inglés. Poco hay tan contemporáneo como la relativización de la verdad. Shakespeare, sin embargo, supo ya sacar lustre a esta incertidumbre en los albores del siglo XVII.
La primera de estas dos propuestas la pudimos ver en la edición del Festival de Mérida de este año. Bajo la dirección de Antonio Simón y con Roberto Enríquez en el papel de Cayo Marcio, se trajo a la ciudad extremeña una obra fiel al texto y a la trama. Apostando por la atemporalidad, Simón optó por acercar la historia al presente pero sin dejar atrás el pasado.
Más riesgos corre, sin embargo, Emilio del Valle en su propuesta escénica. Representada en el Teatro Bellas Artes de Madrid a partir del 14 de agosto, trae una versión de Coriolano que se afinca en el presente, revistiendo al texto con las apariencias de la contemporaneidad.
Para ello no se ha ignorado, sin embargo, el momento de génesis del texto original. Como pasara en la Roma revisitada por Plutarco e imaginada por Shakespeare, la Gran Bretaña del dramaturgo se encontraba sumida en un período de hambrunas y decadencia, a lo que se sumaba, en una sinergia desoladora, la guerra con Irlanda.
Sumergido en aquella atmósfera escribió el dramaturgo su Coriolano. Tomó una historia que poseía los relieves de eternidad de la que están formadas las grandes obras y la domó para hacerla suya y de su presente.
¿Lo escribiría igual hoy? En una actualidad completamente diferente, pero que no escapa de la contundente permanencia de los dramas humanos, es lícito realizar esta pregunta. Es lo que se han propuesto responder Emilio del Valle y su equipo, lo que explica el título de la obra, Coriolano, después de Shakespeare.
Prestando atención sobre todo a lo que de político tiene el Coriolano del dramaturgo inglés, la obra que se estrena el próximo miércoles en el Teatro Bellas Artes pone el foco en unas intrigas y maniobras subrepticias que resuenan con especial fuerza en el presente. El Cayo Marcio interpretado por Gonzalo Hermoso pisará las tablas vestido con ropas de hoy, pero castigado por cuestiones que persiguen al ser humano desde que decidió convivir con su vecino y tienen, después de todo, el peso rotundo de una maldición.