'Coppél-i.A' o cómo reinventar un clásico
Solo a veces la luz ilumina a quienes se atreven a reinventar una coreografía archiconocida. Les Ballets de Monte-Carlo estrena el espectáculo en los Teatros del Canal
Dicen que no es tarea fácil acercar la danza clásica al gran público versionando un original. Dicen, además, que los intentos suelen defenestrarse por un barranco de modernidades sin sentido. Sin embargo, a veces, sólo a veces, la luz ilumina a quienes se atreven a reinventar una coreografía archiconocida y este es el caso del Coppelia, o Coppél-i.A, que Les Ballets de Monte-Carlo estrena en España en los Teatros del Canal.
Originalmente fue creado como un ballet cómico con tintes sentimentales que se desarrollaba en tres actos. El libreto, basado en un macabro cuento de Hoffmann titulado El hombre de arena, narra la historia de un misterioso inventor, el doctor Coppélius, que tiene una muñeca danzante de tamaño real. La autómata parece tan real que Franz, el chico popular de la aldea, se enamora de ella, dejando a un lado a su verdadero amor, la bella Swanilda. Todo queda desenmascarado cuando, acompañada por sus amigas, Swanilda irrumpe en el taller de Coppélius, se disfraza como la muñeca y simula que esta cobra vida… mas esto es el pasado.
Sin olvidar la esencia de la trama, ni eliminar los momentos musicales que todos reconocemos, esta Coppél-i.A aterriza en un siglo XXI que mucho se presta para recrear el eterno mito del artilugio aspirante a ser vivo. Vivimos en una época donde la frase inteligencia artificial deviene realidad palpable y la coreografía de Jean-Christophe Maillot se hace eco de ello.
Conjugando con sutil inteligencia una escenografía minimalista pero funcional, un vestuario futurista y una iluminación atinada, Maillot no decepciona con su reinterpretación del clásico. Fiel a la estética “Gaultier” de Les Ballets de Monte-Carlo, el coreógrafo busca con acierto el movimiento drástico en fiel concordancia con la punta académica y la mímica exagerada. Todo ello con marcadas referencias cinematográficas que van desde Metrópolis (Fritz Lang, 1927) hasta 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968).
Sobre un escenario frío, los primeros minutos de la noche asistimos a la “creación” de una inteligencia artificial generada para suplir la soledad del científico rechazado por la sociedad, Coppélius. Bastan pocos segundos para percatarnos del enorme trabajo de sincronización y caracterización desplegado por la bailarina que da vida al androide-inteligente. La noche del estreno, Lou Beyne en este rol mereció una salva de aplausos por su excelsa interpretación colmada de matices y precisión.
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Luego llega la calidez no exagerada que representa la alegría, el amor juvenil y la confusión de los sentimientos. La escena se ilumina con un desfile de personajes variopintos e inconfundibles que tejen la trama y evocan el desenlace. Este es, quizá, el momento menos álgido, el punto de inflexión que toda obra casi perfecta puede permitirse. Los momentos corales no convencieron del todo y más de un fallo se hizo evidente entre tanta exquisitez. No obstante, Anna Blackwell como Swanilda y Simone Tribuna en la piel de Frantz destacaron por su baile diestro y limpio.
Es entonces que llega el segundo acto, la resolución, el instante en que cobramos conciencia del peligro que acecha detrás de la creación. En la noche del estreno, una vez más, Lou Beyne dio muestra de su arte al combinar los movimientos angulosos de autómata con la aparente suavidad de la punta clásica. También he de destacar la entereza interpretativa de Matej Urban como partenaire engañado y genio crispado que sufre las consecuencias de su engendro.
Y al final, el telón cae sobre la desesperanza de un mundo por conquistar. La creación asume el control. Un mensaje de advertencia para estos convulsos años llenos de ¿inteligencia? artificial.