Mi primer contacto con la danza no ocurrió en un teatro excelso ni en una clase magistral, más bien fue a raíz de un par de gritos. Aquello ocurrió el siglo pasado cuando me atreví a seguir algún ritmo con el movimiento, descoordinado, de brazos, piernas, hombros y cintura. Los gritos salieron de mi hermana –desesperada– y se podrían resumir en: “marca la música, sigue el ritmo, hazlo que parezca elegante”. Entonces, comencé a bailar.
La danza se me antoja un arte tan antiguo como el ser humano, algo inherente a su existencia y necesario como el aire. Dicen que primero fue ritual, luego devino parte esencial de las cortes y más tarde se orientó hacia el espectáculo pasando por la mera diversión.
Los estudiosos apuntan que en el Renacimiento italiano se desarrolló una forma de danza cuya estética aún fascina, el ballet clásico. Más tarde y como reacción al encorsetamiento académico del clásico aparece la danza moderna, centrada en la expresión personal y la libertad de movimiento.
Nuestro buque insignia es la Compañía Nacional de Danza. En 1998, bajo la égida de Nacho Duato, contaba entre las mejores formaciones del mundo
¿Y qué ha ocurrido en los últimos 25 años? Si la tarea fuera hacer brillar los hitos de un período tan específico, adelanto que será una empresa fallida. Mas, con la subjetividad sobre los hombros me lanzo a ofrecer un resumen sembrado de enormes olvidos y mayores injusticias.
Me aventuro a destacar los inmensos trabajos de coreógrafos de frontera como Wayne McGregor, Crystal Pite y Mats Ek. Ellos han explorado nuevas formas de expresión e innovadoras técnicas.
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Sin embargo, la lista se queda huérfana si no incluyo a Akram Khan, Maurice Béjart, Jirí Kylián, Nacho Duato y Sidi Larbi Cherkaoui. Todos geniales y diferentes. Mientras Béjart creó a la bailarina-atleta mezcla de monja y boxeadora, Kylián impulsó un estilo que luego elevó Duato.
En otra cuerda, Khan y Cherkoui –sencilla y complejamente– han revolucionado la forma de danzar. Dos coreografías bastarán como ejemplos: la enorme Giselle que Khan creó para Tamara Rojo y la inclasificable UKIYO-E de Cherkoui.
¿Se me olvida alguien? Seguro estoy. Entonces, se enciende una luz. ¿Cómo he podido pasar por alto a Pina Bausch? La coreógrafa de Café Müller estuvo activa hasta su fallecimiento en 2009 regalándonos coreografías como destellos de luz limpia.
Pero sin los bailarines nada son los coreógrafos. Entonces pienso en Misty Copeland, la primera bailarina principal afroamericana del American Ballet Theatre y en Sylvie Guillem, una auténtica gimnasta francesa que llenó de elegancia todos los escenarios donde bailó.
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En el listado no pueden faltar el carismático Roberto Bolle ni el versátil David Hallberg. Un apartado hay que hacer para mencionar a Natalia Osipova, Ángel Corella, Carlos Junior Acosta, Viengsay Valdés, Lucía Lacarra y Joaquín de Luz.
¿Y en España? Nuestro buque insignia es sin duda la Compañía Nacional de Danza. En 1998 y bajo la égida de Nacho Duato, contaba entre las mejores formaciones de contemporáneo del mundo. Aquellos fueron tiempos de Alas, Castrati, Multiplicidad y White Darkness. Pero el estilo kyliano lo inundaba todo. No había lugar para la punta y el público quería clásico.
En 2011, José Carlos Martínez toma el relevo de Duato y convierte lo que era una compañía de autor en una agrupación abierta al repertorio académico. Al escenario suben renovados Don Quijote, Cascanueces y Carmen. Esta última alcanza gran relevancia por su plasticidad y carácter innovador.
A partir de 2019, Joaquín De Luz se encarga de la dirección artística de la CND y plantea una saludable síntesis entre distintos estilos que la convierte en vanguardista y moderna. Con él llega una Giselle tan maña como interesante.
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Mientras tanto, hay españoles por todas partes del mundo. Tamara Rojo dirige el San Francisco Ballet, Ángel Corella hace suyo el Ballet de Filadelfia, Juan Carlos Martínez se pone al frente de La Ópera de París y Rafael Bonachela crea un estilo propio en la Sydney Dance Company. Y no me queda espacio para el arte de Blanca Li y Antonio Ruz. Ya dije que sería una empresa fallida o al menos incompleta, como suele suceder.