En otoño de 1992, Rudolf Nuréyev (Irkutsk, Rusia, 1938 - Levallois-Perret, Francia, 1993), considerado por muchos como el mejor bailarín del siglo XX, produjo su último ballet, una actualización de su propia versión de La Bayadère en la Ópera Garnier de París.
Dirigía los ensayos, la coreografía y la puesta en escena con ayuda y sentado en una chaise longe, desafiando a su enfermedad terminal. La noche del estreno, al finalizar el espectáculo, apareció en escena apoyándose en las estrellas del ballet. Al verlo, el público, consciente de su estado de salud, se levantó al unísono estallando en aplausos.
Resultó una larga y emotiva ovación al grandioso y electrizante espectáculo que Nuréyev siempre ofrecía, pero, sobre todo, un homenaje al destino excepcional de un hombre que había consagrado su vida a la danza. Un hombre que dejaba un legado extraordinario e indiscutible a la historia del ballet.
Nuréyev revolucionó este arte, le devolvió el brillo y lo popularizó con su estilo apasionado y dramático, lanzándose al aire, describiendo un perfecto arabesco, como si nunca planeara volver a bajar. No sin razón, nunca cesó de repetir: “el escenario es mi hogar”… seguramente su vida.
Tan solo tres meses después, en enero de 1993, fallecía.
Treinta y un años más tarde Rudolf Nuréyev sigue siendo un icono de la danza, y también el personaje legendario, magnético, tempestuoso, sofisticado y de voluntad indestructible. Con este motivo, y hasta el 4 de abril, la Bibliothèque-Musée de la Ópera Garnier, acoge una exposición que le rinde homenaje explorando sus diferentes facetas: bailarín, director de danza, coreógrafo e icono.
Para la muestra, titulada Rudolf Nuréyev, han unido fuerzas la Ópera Nacional de París y la Biblioteca Nacional de Francia en colaboración con la Fundación Nuréyev -con sede en Zúrich-, logrando así presentar el patrimonio inestimable y la huella indeleble que imprimió a la Ópera de París, a Francia y al universo de la danza.
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Dos de sus comisarios Inès Piovesan -jefa de servicio de las ediciones de la Ópera- y Antony Desvaux -encargado de publicaciones de danza-, explican a El Cultural: "La exposición está compuesta por 120 piezas, trajes originales con los que Nuréyev bailaba o de los ballets que coreografiaba, fotos de ensayos y de espectáculos, vídeos... que trazan la relación del bailarín ruso con la Ópera de París a lo largo de más de 30 años, desde 1961 a 1992".
Además, en la programación de este año la Ópera Bastilla incluye tres ballets de su repertorio: El Cascanueces, El lago de los cisnes y Don Quijote.
El estilo Nuréyev
A lo largo de su brillante e itinerante carrera, el bailarín ruso estableció una intensa y fructífera relación con la Ópera de París y su Ballet. La exposición comienza con su época de bailarín, cuando debutó en la Ópera Garnier en 1961 durante la gira europea del Ballet Kírov de Leningrado, compañía de la que formaba parte. Bailó su visión del príncipe guerrero Solor de La Bayadère, y su talento rindió París a sus pies con excelentes críticas y aplausos que no se habían escuchado desde que el gran Vaslav Nijinsky actuó en París en 1910.
En aquel viaje Nuréyev decidió pedir asilo en Francia, desafiando el régimen soviético de su país, y con su dramática deserción, nació, como se refleja en la exposición, el ícono Nuréyev.
El 16 de junio, en el aeropuerto parisino Le Bourget, le dijeron que debía regresar a Moscú, mientras el resto de la compañía continuaba su gira en Londres. Escapando de manera increíble de los agentes de la KGB (fue el primer artista de danza ruso en desertar), logró refugiarse en la comisaría del aeropuerto, y pedir asilo político.
En el contexto de la Guerra Fría, se consagró como un defensor de la libertad y llenó titulares. Y se convirtió en leyenda cuando solo tenía 23 años. Eligiendo Occidente, su carrera rápidamente se internacionalizó y bailó en los principales escenarios de Europa y Estados Unidos.
"La exposición -explica Inès Piovesan- explora también al coreógrafo revelando el estilo Nuréyev, fusión de las tradiciones ruso-francesa, pues lo importante para él era recuperar el legado de Marius Petipa, el mítico coreógrafo y bailarín francés, radicado en la Rusia imperial y renovador del legado franco".
Sus relecturas de los grandes clásicos, como sus versiones de Don Quijote, El Cascanueces, La Bella Durmiente, El lago de los cisnes o Romeo y Julieta, siguen estando entre las joyas más brillantes del repertorio de la Ópera de París.
El estilo Nuréyev marcado por suntuosos decorados y trajes imaginados por grandes artistas -Nicholas Georgiadis, Hanaé Mori, Franca Squarciapino…- es de gran complejidad técnica, resultado de sus dos grandes cambios.
El primero, la importancia que dio al cuerpo de ballet, que amplió e hizo muy fuerte, y el segundo, la transformación de la visión tradicional del papel del bailarín masculino, hasta entonces una figura de cartón como apoyo y contraste para la bailarina. Rudolf le dio protagonismo, hizo sus roles más físicos y expansivos. Fue otro símbolo de libertad artística. Las bailarinas eran hasta entonces las únicas estrellas y a partir de Nuréyev, esto se equilibró.
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De hecho, su leyenda creció con su asociación a la bailarina británica Margot Fonteyn, entonces la gran estrella de la danza del Royal Ballet y quien, a los 43 años, se acercaba al final de su carrera.
En 1962, Rudolf Nuréyev y Margot Fonteyn comenzaron su colaboración con Giselle, un ballet que recibió veintitrés subidas de telón cuando se estrenó. Y regresó al Palais Garnier en 1966 con Margot Fonteyn, para bailar Marguerite et Armand.
Los dos juntos, en perfecta y mágica armonía, se convirtieron en una sensación, con fans haciendo cola durante días (quien vea el Romeo y Julieta de ambos, jamás lo olvidaría).
"El estrellato de Rudolf en los años sesenta fue un fenómeno similar al de una estrella de rock, algo que ya no existe en el ballet", señala Thierry Fouquet, vicepresidente de la Fundación Nuréyev, y administrador de la Ópera Garnier París cuando Nuréyev se convirtió en su director en 1983.
Fouquet añade: "Ese embeleso intenso, rozando con la obsesión, que provoca gente como Nuréyev se mantiene por la popularidad de su personalidad tan carismática. Hoy el interés por su obra se concentra en el universo del ballet. Hay muchas compañías que retoman sus coreografías a pesar de su complejidad técnica".
Fouquet, que conoció al bailarín en 1974 cuando estaba haciendo su primera coreografía en la Ópera Garnier, lo recuerda: "Era muy exigente, de mente inquisitiva, siempre en búsqueda de la perfección. Resultaba muy difícil seguir sus ideas geniales y complicadas; además tenía una disciplina férrea y una fuerza de trabajo titánica. Comenzaba por la mañana con clases de danza, luego trabajaba en coreografías y cursos, y por la tarde en los ensayos. También disfrutaba de una intensa vida social.
»En París, casi todas las noches, ofrecía cenas en su suntuoso apartamento parisino en el 23 Quai Voltaire con vistas al Sena y al Museo del Louvre, donde reunía a políticos, artistas, gente el espectáculo…. Y después de la cena, trabajábamos de nuevo dos o tres horas hasta las cuarto de la mañana".
Poseía una curiosidad infinita. "Tenía interés por todo lo que era nuevo", rememora Fouquet, que continua: "Cuando tenía 45 años comenzó a estudiar piano; tenía un clavecín en su casa donde practicaba".
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Y concluye: "Trabajando con él comprendí que en la vida todo es un reto constante, que nada puede darse por hecho. Entendí la calidad de la danza y también aprendí a trabajar muy rápido y solo en busca de la excelencia. Para Nuréyev las palabras 'no' e 'imposible' no tenían significado".
Siempre en movimiento
Cuando su padre militar le prohibió bailar, él lo ignoró. El nacimiento de Rudolf Nuréyev, en un tren Transiberiano cerca de Irkutsk, Siberia, Unión Soviética, parecía marcado por el destino; siempre en movimiento y con una fuerza imparable. Además en el seno de una familia tártara, de lo que se jactaba diciendo: "la sangre hierve por mis venas".
A los seis años, a pesar de la precariedad familiar y la oposición paterna, cuando su madre le llevó junto con sus hermanas a una representación del ballet El canto de las grullas, en el Teatro de Ufa, su ciudad en los Urales, se enamoró de la danza. Fue su salvación.
Su carrera brillante, itinerante y meteórica comenzó con 20 años. A partir de 1967, fue invitado regularmente como bailarín a la Ópera de París para interpretar papeles importantes del repertorio: Giselle, El lago de los cisnes, La Sílfide... Su vida fue como sus ballets: fuera de lo común, teatral, suntuosa, pura clase, fantasía y belleza.
Precisamente, los trajes del ballet de Giselle que ha prestado Charles Jude son los que abren la exposición. Jude, discípulo y amigo de Nuréyev, antiguo bailarín estrella de la Ópera Garnier y miembro del patronato de la Fundación Nuréyev, señala: "Era la encarnación de la danza; era más que un bailarín; era una estrella. Todas las expresiones de la danza, clásica, contemporánea, oriental, todo le estaba permitido y no tenía límites".
Director e icono
En 1982 fue nombrado director del Ballet de la Ópera de París, el primer puesto permanente de Nuréyev, acostumbrado a diversos compromisos en todo el mundo, realizando su apoteosis final.
Durante su mandato, con sus contactos, conexiones, su personalidad y disciplina, la Ópera de París alcanzo su apogeo creando nuevas estrellas (Sylvie Guillem, Manuel Legris, Laurent Hilaire…), llevando al ballet a numerosas giras internacionales e invitando a los mejores coreógrafos contemporáneos: William Forsythe, Martha Graham, Maurice Béjart, Merce Cunningham o Maguy Marin.
El 31 de agosto de 1989, Nuréyev dejó el cargo, un mes después de la inauguración de la Ópera de la Bastilla.
Nuréyev transformo su vida una obra de arte igualmente extraordinaria. Entendía el teatro, dentro y fuera del escenario.
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La última sección de la exposición, se abre con un documental emocionante dedicado al ícono Nuréyev, cuya intensa a vida social en fiestas, galas y reuniones de la jet set, paralela al despliegue de su genialidad como bailarín y coreógrafo en escenarios internacionales, aparecía en todos los titulares de la prensa internacional.
En compañía de celebridades en Studio 54, o en algunas de sus propiedades, su isla privada en la Costa de Amalfi en Italia, su apartamento neoyorquino del edificio Dakota, en su villa en Montecarlo o envuelto en kimonos en su barroco y suntuoso de su apartamento parisino en el Quai Voltaire.
La exposición muestra también cómo fue un creador de tendencias en moda o su pasión por el cine, que incluyó su participación en largometrajes como Valentino. "La fascinación por Nuréyev se mantiene viva", concluye la comisaria Inès Piovesan: "La exposición ha recibido en las dos primeras semanas más de 30.000 visitantes, cuando se programa un ballet suyo en la Ópera, hay lleno absoluto, las estrellas de ballet lo llevan en su corazón, su forma de bailar continua como referencia absoluta.
En 2018, el largometraje de Ralph Fiennes dedicado a Nuréyev reforzó aún más la dimensión icónica del hombre que sigue siendo una de las mayores figuras de la danza del siglo XX".
Nuréyev no tuvo hijos y toda su familia más cercana estaba en Rusia, y por ello decidió dedicar fondos para promover la excelencia de la danza. Así se creó la Fundación que hoy lleva su nombre y que tiene como principal misión perpetuar su memoria y legado artístico.
Thierry Fouquet su vicepresidente concluye: “La Fundación Nuréyev está ligada a grandes instituciones como la New York Public Library o la Biblioteca Nacional de Francia, que está reuniendo todos los archivos dispersos por todo el mundo y se podrán consultar”.
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Además, el Centre national du costume et de la scène de Moulins (a tres horas de París) inauguró, gracias al apoyo y a la importante donación de la Fundación Nuréyev, un espacio permanente. Un lugar de la memoria que expone parte la Colección privada Nuréyev revelando su extraordinario estilo de vida y su carrera artística, siguiendo así el deseo en su testamento de mantener su colección intacta en un solo lugar.
Con escenografía de su amigo Ezio Frigerio, se despliegan unos 70 trajes de seda de escena (algunos bordados en plata), kimonos, así como fotografías y fragmentos de películas de la carrera de Nuréyev, junto con mobiliario de su apartamento del siglo XVIII en 23 Quai Voltaire en París, que era como un Museo, decorado como un teatro.
Reflejo de su gusto ruso opulento y pasión de coleccionista estaba repleto con grandes obras de arte del neoclásico y romántico, sofás gigantes de terciopelo genovés, kilims sobre mesas y suelos de parque de Versalles, muros con cuero antiguo de Córdoba y abedul raro de Carelia. El resultado final, sin duda, es una embriagadora mezcla de exceso, lujo, opulencia, buen gusto y elegancia, como el propio Nuréyev.
Su amiga, la escritora Françoise Sagan se acercó al misterio de su encanto mientras lo observaba en una pausa de un ensayo, escribiendo: “Un hombre semidesnudo en mallas, solitario y bello; está de puntillas, mirando en un espejo deslustrado, con una mirada desconfiada y de asombro, el reflejo de su Arte”.