Rostropovich, la herencia de un maestro
En la muerte del superdotado violoncellista y extraordinario director de orquesta
3 mayo, 2007 02:00Rostropovich, en el concierto que dedicó en 1998 al premio Nobel Alexander Solzhenitsyn por su 80 cumpleaños. Foto: Yuri Kochetkov
Mstislav Rostropovich, Príncipe de Asturias de la Concordia en 1997, fue además de un violoncellista superdotado y un extraordinario director de orquesta, un defensor de los derechos humanos. Tras su muerte, El Cultural repasa su infatigable vida, haciendo especial hincapié en su apasionante legado artístico.
Ese título de defensor de derechos humanos fue explotado por el músico, que se labró una cierta imagen de mártir y sufridor. Aparecía siempre rodeado de una aureola, hábilmente manejada por los medios de comunicación occidentales, que ensalzaban su categoría de disidente como rasgo más importante de su personalidad, dejando a un lado aspectos relacionados con su verdadera relevancia como músico, violoncellista y director de orquesta.
Rostropovich nació en Bakú en 1927, en el seno de una familia musical. Con sólo diez años consiguió dominar el arco. Entre 1937 y 1948, estudió en el Conservatorio de Moscú piano, cello, dirección y composición con Shebalin, Kozolupov y Shostakovich. Entre 1945 y 1949, recibió varios premios que lo catapultaron hacia un estrellato aún restringido a su inmenso país. Fue un superdotado para el violoncello.
Sus brazos amplios, manos robustas y dedos ágiles le otorgaban una fortaleza singular que comunicaba al instrumento con un vigor y apasionamiento sensacionales. Su técnica, infalible en sus buenos tiempos, no parecía conocer límites al servirse de un mecanismo de extraordinaria precisión, manejado con una intensidad y expresividad a veces forzadas y exageradas que alcanzaban unas gradaciones emocionales altisonantes. Sin embargo, en figuraciones rápidas y pasajes delicados, logró efectos instrumentales muy atractivos, como en las "suites" de Bach, en las que podía discutirse la aplicación de una sonoridad poco fina y de una acentuación romántica fuera de lugar.
El sanguíneo temperamento rebosaba en cualquier interpretación de Rostropovich, siempre entregado, lanzado, hiperexpresivo y penetrante en los entresijos de las partituras, que podían quedar tocadas por la magnificencia de los fuegos de artificio, como el más conocido de los conciertos de Haydn, o por la calidez y calidad de un fraseo pleno y redondo, como pasaba en el concierto de Dvorák. Al empuñar la batuta sucedía lo mismo y las orquestas se amoldaban a su irresistible emocionalidad, en la que había que adivinarle los movimientos.
No se planteaba exquisiteces, ni matices excesivas, más bien solía tirar, con un movimiento circular de batuta, por la calle de en medio. Cuando lograba imantar al instrumentista, entonces, aún sin obtener un sonido refinado, extraía lo mejor de cada pentagrama y aparecían interpretaciones de altura, no siempre cohesionadas, pero impactantes.