Alan Gilbert dirige a la Filarmónica de Nueva York. Foto: Chris Lee.

El pasado 10 de enero la melodía de un iPhone se coló en los últimos compases del adagio de la Novena de Mahler durante un concierto que oficiaba la Filarmónica de Nueva York en el Avery Fisher Hall del Lincoln Center. Ante la insistencia del ruido, el popular tono marimba de Apple, Alan Gilbert ordenó a sus músicos que dejaran de tocar y abandonó el podio para encararse con el propietario del molesto aparato. "¿Está apagado, va a volver a sonar?", le espetó.



"Los directores llevamos muchos años sufriendo esta lacra en silencio", cuenta el director californiano Michael Tilson Thomas. "Está claro que el futuro de la música clásica pasa por las nuevas tecnologías, que no deben interferir nunca en el curso natural de las cosas. Una tos al final del adagio de la Novena resulta perturbadora. La melodía de un móvil debería considerarse delito. Yo habría repetido el concierto desde el principio". Para quienes no puedan imaginar la magnitud del atentado musical al que nos referimos, sirvan Bernstein y YouTube de simulacro:







Decíamos que era la primera vez en 170 años que la temperamental y aguerrida orquesta neoyorquina (que ha llegado a ensayar con armas de fuego) interrumpía un concierto, lo que ha reabierto el debate sobre el comportamiento del público en las salas y auditorios de todo el mundo. A la espera de un relevo generacional en las butacas, los ataques de tos, la manipulación de envoltorios de caramelo y toda clase de accidentes tecnológicos están a la orden del día.



Hace unos meses sonó también en Madrid un teléfono al final del mismo adagio de la misma Novena que el mismísimo Claudio Abbado venía cocinando a fuego lento. Había ordenado el maestro milanés apagar las luces para desatar la catarsis colectiva a la luz de las linternas de los atriles de los músicos de la Orquesta del Festival de Lucerna. Ocurrió en pleno finale, y la señora en cuestión apagó el terminal con total parsimonia, sin que en sus gestos se adivinara el pánico o la vergüenza. Nada que ver con el vilipendiado abonado neoyorquino, al que la prensa local ha bautizado como Patron X y del que se prevé un generoso donativo como penitencia.



Desde hace años Alfonso Aijón (fundador de Ibermúsica) viene utilizando un simpático texto, sacado de los programas de mano de la Filarmónica de Berlín, que previene al personal con varios consejos para no mermar la concentración de los artistas ni provocar la iracundia de los concertinos, tales como amortiguar las toses con pañuelos, traer los caramelos abiertos de casa y -podríamos añadir- no participar en los concursos de carraspeo que se celebran en la delantera de paraíso durante las transiciones entre movimientos. Y es que, como dice Antonio Moral, "en los momentos importantes de la vida no se tose".



Los hooligans de la música clásica no se rapan al cero ni calzan botas militares. Más que la adrenalina, a este tipo de aficionados le pierde la melatonina o también conocida como hormona del sueño. Lo mismo bostezan en mitad de un pianissimo que reaccionan a los platos del percusionista con un sobresaltado ronquido. Todo se ha visto. Algunos aseguran tener un oído absoluto pero aplauden aproximadamente un minuto antes de que se apague la orquesta. Los hay que siguen el ritmo de las Sinfonías de Beethoven con los pies y los más atrevidos hasta canturrean sus pasajes favoritos del Concierto para piano y orquesta de Chopin, que por supuesto no tiene letra. Unos se hurgan la nariz, otras calientan las muñecas con sus estridentes abanicos y nunca falta el "aficionado terminal" que nos regala un surtido de expectoraciones que ya habría querido Thomas Mann para su montaña mágica. Ya se sabe: abonado de hoy, abono para mañana...



En Dyton, Ohio, recientemente un bebé arrancó a llorar durante el delicado solo de flauta del Preludio a la siesta del fauno de Debussy. El director tuvo que envainar la batuta y pedir a los padres que evacuaran al retoño, según cuenta un diario local. La última víctima de esta plaga musical ha sido el violista eslovaco Lukas Kmit, que a falta de un iPhone en la sala tuvo que lidiar con la famosa melodía de Nokia. Su reacción merece una nominación al Nobel de la Paz.







Lo que casi nadie sabe es que el ringtone en cuestión es obra de un español: Francisco Tárrega (1882-1909):