Image: Joshua Bell

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Música

Joshua Bell

"En el violín no hay venenos ni elixires, sólo dosis"

24 febrero, 2012 01:00

Joshua Bell. Foto: Lisa Marie Mazzucco.

El violinista estadounidense visita estos días los auditorios de Valladolid, Oviedo, San Sebastián, Zaragoza y Madrid acompañado por los músicos de la Filarmónica de Londres de Vladimir Jurowski. La gira coincide con la publicación de French Impressions, un disco en el que Joshua Bell vuelve, con su flamante Stradivarius y Jeremy Denk al piano, a las sonatas de Saint-Saëns, Franck y Ravel que grabara hace 23 años. "No ha sido fácil administrar tanta belleza", confiesa a El Cultural.

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  • Joshua Bell (Indiana, 1967) ha sido niño y prodigio. "No se puede llegar a cierto nivel sin haber vivido lo suficiente", asevera el violinista estadounidense. En efecto, su debut a los 14 años frente a las huestes de la Orquesta de Filadelfia de Riccardo Muti no le impidió seguir haciendo una "vida normal". En 1988 grabó la Sonata para violín y piano de César Franck, obra capital del repertorio camerístico, y ahora, a sus 44 años, se ha vuelto a encerrar en el estudio para demostrar que el tiempo no ha pasado en balde. Le acompaña el pianista Jeremy Denk en estas French Impressions (Sony Classical), todo un ejercicio de darwinismo musical que abarca 42 años de sonata francesa: de Saint-Saëns a Ravel pasando por el mencionado Franck.

    Prueba de la gran versatilidad de Bell son los cinco conciertos que lo traen estos días de gira por España acompañando al maestro Vladimir Jurowski y su Filarmónica de Londres. Abordará esta tarde en el Auditorio Miguel Delibes de Valladolid, y el 29 de febrero en el de Zaragoza, obras de Mozart (Sinfonía n° 32), Brahms (el Concierto de la cadenza original de Bell) y Rachmaninov (Danzas sinfónicas). Con Brahms y la Sinfonía ‘Manfred' de Tchaikovsky se paseará por el Auditorio Príncipe Felipe de Oviedo (25), el Teatro Kursaal de San Sebastián (28) y el Auditorio Nacional de Música Madrid (1 de marzo).

    -Su condición de solista supremo no ha afectado al equilibrio de este disco. ¿Cómo ha repartido el espacio musical?
    -Podría contestarle que todo lo que tocamos está en la partitura pero ciertamente hay mucho más que eso. De alguna manera el álbum está planteado como un baile en el que tan importante es el acompañamiento como el respeto por el espacio individual. Hay que bailar pegados, pero sin llegar a pisarse.

    -¿Concibe una colaboración de esta naturaleza sin cierto sentido de la amistad?
    -French Impressions es la culminación de diez años de exploración con Jeremy Denk. No es fácil encontrar a un pianista tan completo. Evidentemente, cada uno defiende su punto de vista. Pero el sentido de la amistad, como usted dice, ha sido fundamental, tanto como lo pueda ser el amor en un matrimonio. El éxito de una pareja no consiste en pensar de la misma manera sino en construir sobre sus diferencias a partir de ciertos principios básicos. No le hablo de opiniones puntuales, sino de valores. He discutido mucho con Denk a propósito de ciertos pasajes, pero ninguno ha tratado de imponerse ni de privilegiar su instrumento. La música de cámara es pura conciliación.

    -Hace más de dos décadas que grabó este mismo repertorio con el francés Jean Yves Thibaudet. ¿Cuánto ha cambiado su percepción de estas obras?
    -La edad me ha enseñado que en el violín no hay venenos ni elixires, sólo dosis. El disco contiene tres sonatas muy expresivas, repletas de grandes momentos armónicos y melódicos. Le aseguro que no es fácil administrar tanta belleza, porque cada momento no puede ser "el" momento. En esta nueva toma de contacto he entendido cada partitura como un todo orgánico. He tratado de profundizar en el contexto y alcanzar una expresión, un color y un sentimiento de conjunto. Puede sonar a perogrullo, pero lo cierto es que las experiencias de la vida tienen un efecto directo sobre lo que tocas. Es por eso que los violinistas volvemos insistentemente sobre una misma obra.

    -¿Habla de madurez?
    -Y de experiencia. Le sorprendería si le dijera qué tipo de música me ha servido para entender mejor el universo de Franck o en qué sala de concierto aprendí a conectar con el público. Nada de eso se estudia en el conservatorio. Pero un buen día te levantas y lo sabes.

    -Otro tanto le debe al Stradivarius por el que pagó más de tres millones de euros...
    -Hace casi diez años que vengo empleando este magnífico instrumento, que como sabe perteneció al violinista Bronislaw Huberman. Se trata de un ingenio de luthería que me ha permitido alcanzar nuevas cotas sonoras. Pero mentiría si le dijera que lo mejor de un violín es lo que te ofrece hoy. Lo importante es que no se agote, que perdure siempre su misterio.

    -Participó en la banda sonora de El violín rojo. ¿Diría que existe el instrumento perfecto que sirve de argumento al filme?
    -Por supuesto que no. ¿Existe acaso el violinista perfecto? La palabra en sí me resulta dañina, peligrosa. Sólo sirve para describir un instante, un momento, pero no una época. Tanto mi Stradivarius como mi arco francés del siglo XVIII de François Tourte son perfectos para mí hoy, pero quizá un día me enamore de otros.

    -Ha grabado más de treinta discos y es un apasionado de las giras internacionales. ¿Es el estudio o más bien el escenario su hábitat más natural?
    -Son experiencias radicalmente distintas. La música es un acto de comunicación que no puede entenderse sin el público, eso está claro. Pero el estudio sacia una serie de necesidades que el directo no puede. Le hablo de trascendencia, de reafirmación. Cuando me encierro en un estudio pienso, claro, en la gente que comprará el disco, pero sobre todo en mis nietos y bisnietos, en regalarles un testamento y un legado propios.

    -En French Impressions acomete tres sonatas de compositores franceses alejadas estilísticamente. ¿Ha buscado el contraste o la complementariedad?
    -Más bien la individualidad. Cada obra comporta una serie de retos. Saint-Saëns pide una elegancia eficaz y sencilla, al estilo Mendelssohn. Ravel somete tanto al violín como al piano a un perpetuum mobile. En el segundo movimiento introduce un Blues que no debe ser tocado como jazz, sino como jazz en clave de Ravel. Franck resulta virtuosístico a la vez que sentido.

    -¿Han influido estos tiempos de adversidad en la elección del repertorio?
    -No creo que haya más crisis ahora que hace diez años. Sigue habiendo dolor y muerte, el mismo hedor a guerra que en la época de Beethoven. De ahí que la música deba entenderse como un bien de primera necesidad. La belleza pone orden al caos. Por esa razón no comprendo a algunos compositores contemporáneos empeñados en dar cobertura al miedo y a la pena. Incluso Shostakóvich daba una tregua a la belleza. Sin ir más lejos, en la Sonata de Franck, que se abre paso en la oscuridad, termina saliendo el sol.

    -Hace unos años ofreció un concierto de incógnito en el metro de Washington. ¿Qué se proponía exactamente?
    -Se trataba de un experimento periodístico que intentaba demostrar la importancia del contexto en cuestiones de música clásica. No sé qué me molesta más: que la gente no me reconociera o que me sigan preguntando por aquello cinco años después (Risas). Es broma. No se ofenda...