Riccardo Chailly. Foto: Gert Mothes.

El director italiano arranca el domingo en Valladolid una gira de cuatro conciertos por España con los músicos de la Gewandhaus de Leipzig, la pianista Hélène Grimaud y el violinista Leonidas Kavakos. Recuperado de los problemas de corazón que lo alejaron del podio y tras una impactante grabación de la integral de las Sinfonías de Beethoven, Chailly reaparece.

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  • Era cuestión de tiempo que Riccardo Chailly terminara reinventando a Beethoven. Y de espacio, porque desde que asumió en 2005 la titularidad de la Orquesta Gewandhaus de Leipzig el maestro milanés ha encontrado en la ciudad natal de Wagner un laboratorio musical a cuatro calles de la universidad donde dio clases Heisenberg. Allí ha desarrollado una teoría sobre la integral de las nueve Sinfonías que desafía las leyes de la física. No desde la incertidumbre o el relativismo, sino desde una convicción tan rebelde como reveladora. La hazaña consiste en respetar los vertiginosos tempi originales de la Edición Peters, hasta el punto de que sólo el Adagio de su Novena dura ocho minutos menos que el que inmortalizó Georg Solti en 1987.



    Asegura Chailly que no ha sentido prisa aunque sí urgencia por rescatar un sonido que dice olvidado. Y un concepto: el de estas nueve obras fundacionales concentradas en una supersinfonía de 37 movimientos. "Mi proyecto responde a una necesidad totalizadora", cuenta Chailly en su cita con El Cultural. "El Beethoven al que estábamos acostumbrados permitía escuchar los ecos de la Primera sinfonía en el transcurso de la Novena. Nosotros proponemos un planteamiento cíclico que sigue el rastro de la Novena a su paso por la Primera". Han trabajado Chailly y los 175 músicos sajones con el tiempo y a través del tiempo, no para recrearse con los pasajes de mayor carga emotiva sino para crear con ayuda del metrónomo una "nueva unidad en la que cada tema se desarrolla orgánicamente, como sucede con los personajes de una obra de Shakespeare".



    Chailly ha renunciado al efecto para buscar una causa primigenia en los anales de la orquesta civil más antigua del mundo, fundada precisamente en tiempos de Beethoven. "Hemos tomado cada partitura por lo que era en un principio y no por lo que ha terminado representando más tarde...". Se refiere Chailly a la intensidad y a la densidad de las lecturas de Herbert von Karajan, Kurt Masur, Daniel Barenboim y sobre todo a la del gran chamán romántico que fue Wilhelm Furtwängler. "Mi admiración por estos directores no me impide pensar diferente ni reconocer abiertamente que mi forma de entender a Beethoven dista mucho de los planteamientos de Furtwängler, Bruno Walter y Otto Klemperer".



    Con un Beethoven heredado de Arturo Toscanini, George Szell, Carlos Kleiber y John Eliot Gardiner, Chailly ha inscrito su integral para Decca en el libro de los récords como la más breve de toda la historia discográfica. No le han faltado detractores en esta aventura de casi cuatro años ni críticas incendiarias a su labor como kapellmeister, que no han hecho sino reafirmar su condición de profeta visionario y despertar el morbo por la Tercera sinfonía de Brahms, que acaba de grabar siguiendo el mismo criterio y que está incluida en el programa de su gira por España junto a la Cuarta de Mahler, el Concierto para violín y orquesta n° 1 de Shostakóvich y el Concierto en sol de Ravel.



    Lecciones de camuflaje

    Chailly y los músicos de la Gewandhaus visitarán el Auditorio Miguel Delibes de Valladolid (domingo), el Auditorio Nacional de Música de Madrid (lunes y martes) y el Palau de la Música Catalana de Barcelona (miércoles) acompañados por la pianista francesa Hélène Grimaud y el violinista griego Leonidas Kavakos. "Conocí a Grimaud hace 11 años en Ámsterdam y recuerdo que su ravel me conmovió por su equilibrio de rigor y fantasía. Kavakos tiene un don escaso entre los músicos que le permite camuflar el virtuosismo a favor de la emoción y el sentimiento".



    El director italiano comparte con Mariss Jansons, su sucesor al frente de la Orquesta Real del Concertgebouw, una misma dolencia cardiaca que le ha separado en los últimos meses de las salas de concierto. A su 59 años está decidido a aminorar el ritmo de trabajo, aunque asegura que no renunciará al repertorio operístico y que seguirá acudiendo a La Scala de Milán. "Lo que no te mata te hace más fuerte", asevera. "Sé que mi corazón no está enfermo, sino pleno".



    -Después de 16 años al frente de la mejor fábrica de sonidos del mundo dijo que se mudaba a Leipzig para "seguir aprendiendo". ¿Qué exactamente?

    -Cuando trabajas en una orquesta con más de 230 años de historia te invaden sensaciones indescriptibles. En los músicos de la Gewandhaus pervive todavía el espíritu de Mendelssohn, que fue kapellmeister entre 1835 y 1847, y en su técnica se perpetúa la memoria de Beethoven, Brahms, Schumann, Schubert... No me refiero sólo al color característico de sus cuerdas, a la profundidad de sus metales, sino a un ruido de fondo, a una trascendencia...



    -¿Cómo reaccionaron los músicos cuando les puso en los atriles la Edición Peters?

    -Desde luego que se sorprendieron. Pero al escepticismo inicial le siguió un trabajo concienzudo y una confianza plena en mi exégesis beethoveniana, que empecé a madurar en los años ochenta, al contacto con George Szell en la Orquesta de Cleveland. En aquella época ya se habían grabado algunas versiones historicistas con instrumentos originales. Pero a mí me interesaba una fidelidad en la forma, un patrón que me permitiera construir un opus gigante con estos nueve monumentos. Y ése era el tempo.



    -Sorprende que no haya tenido que sacrificar el detalle...

    -Porque hemos practicado lo que los alemanes llaman durchsichtigkeit, es decir, una lectura transparente que revela una serie de líneas, de juegos de espejo y de matices que no están presentes a simple vista.



    -¿Se refiere a la dramaturgia?

    -Me alegra que lo diga, porque efectivamente hay algo, más allá del sol-sol-sol-mí, que permite conectar la Marcha fúnebre del segundo movimiento de la Tercera con la Marcha triunfal que Beethoven recupera para el Allegro de la Quinta. Es un universo, un continuum ininterrumpido de acciones y personajes de naturaleza sinfónica.



    -Aun así, algunos le han acusado de antirromántico....

    -Quiero dejar clara una cosa y es que no he buscando la verdad, sino mi verdad. Habría sido error y una temeridad por mi parte plantear algo parecido con una orquesta que ha sido el epicentro de la tradición romántica alemana.



    -Lleva casi ocho años en Leipzig. Ya no se estilan batutas tan comprometidas...

    -Desde que empecé a dirigir he soñado con vincular mi nombre al de una serie de orquestas. Para que eso suceda tienes que invertir mucho tiempo en un proyecto. ¿Cuánto? Hasta que ya no hagan falta las palabras para entenderte con los músicos. Cuando un simple gesto, una mirada fugaz, resulta suficientemente elocuente. En ese sentido, me considero un director de la vieja escuela, siempre al acecho de un sonido único.



    -¿En la estela de Toscanini, Giulini, Sinopoli, Abbado...?

    -Admiro a toda esa gente, pero no menos que a otros que han aguantado peor el paso de los años. Me refiero a Gino Marinuzzi, Victor de Sabata, Antonio Guarnieri, Franco Ferrara y otras leyendas menos documentadas que Karajan.



    -Cada vez frecuenta menos las Big Five norteamericanas. ¿Por alguna razón en especial? -La forza del destino. La misma que impidió que cuajaran las negociaciones con el Palau de les Arts de Valencia y, antes, con el Teatro Real. No me gusta simultanear competencias, viajar de un lado para otro. Mi único pasaporte es el sonido exclusivo de una sola orquesta.



    -¿A qué se refiere cuando dice que Mahler no se puede interpretar como Beethoven?

    -Las partituras de Mahler abundan en detalles. No se pueden leer a primera vista. Hay que interiorizarlas. Lo único que no especificaba era el metrónomo. Pero tenemos algunos piano roll que grabó el propio compositor. Una vez más, todo depende de las fuentes que consultes.



    -No dudó en programar a Berio y a Petrassi en su debut en el Concertgebouw. ¿Le preocupa lo que la crisis pueda degenerar en un repertorio conservador y escaso de estrenos?

    -Las Gewandhaus sabe que no hago diferencias entre músicas modernas y antiguas. Para mí, todo es contemporáneo desde el momento que se interpreta en un mismo tiempo presente. Es algo que aprendí en casa, donde tuve mis primeras experiencias musicales. Con tres años espiaba a mi padre [Luciano Chailly] mientras componía de noche al piano. Eso marcó mi manera de entender la música.



    -Tras su exitoso Gershwin, ha vuelto a colaborar con el pianista de jazz Stefano Bollani en Sound of the 30s (Decca), todo un contrapunto a su Beethoven...

    -Me gusta hacer cosas diferentes. El disco incluye las dos primeras grabaciones de la suite Las mil y una noches de Victor de Sabata y la orquestación de Guenther de Tango para orquesta de cámara de Stravinsky. Así se alimenta el espíritu.



    -¿Como con el concierto que dirigió hace unas semanas en el Vaticano para celebrar el 85 cumpleaños de Benedicto XVI?

    -Crecí en una familia católica, no puedo renunciar a mis creencias. Mi viaje al Vaticano no puede entenderse como un concierto más. Fue un acto profundo de comunión con el mundo.



    -¿Y cuál diría que es el compositor que mejor conecta con esas creencias?

    -Sin duda, Johann Sebastian Bach. Entendida de manera ecuménica, su música funciona como un teléfono directo con Dios.



    Imponente Beethoven

    Riccardo Chailly no figura entre los directores más populares del planeta, pero le sobran razones para medirse con cualquiera de ellos. La última prueba consiste en su versión integral de las nueve Sinfonías de Beethoven. Que impresiona y arrebata por su teatralidad desde los compases iniciales de la Primera hasta el desenlace de la Novena.

    Cuestión de pegada, de tensión, de dramaturgia musical. Y cuestión de sensibilidad y de finura, puesto que las grabaciones de Chailly, superiores a los recientes registros de Thielemann, Rattle y hasta Barenboim, sobrentienden un insólito equilibrio entre el desgarro dionisiaco y las atenciones apolíneas. Tanto le preocupa al maestro la arquitectura como el detalle, aunque la lealtad a Beethoven obliga a resaltar la exuberancia y la espontaneidad.

    Cualquier sinfonía es un buen ejemplo de tamañas aportaciones. Me ha impresionado especialmente la Sexta. Y creo que lo ha hecho porque Chailly demuestra que volumen e intensidad no son exactamente conceptos sinónimos. De hecho, los pasajes contemplativos de la Pastoral desconciertan -en sentido positivo- tanto como los episodios corpulentos: extrae a la orquesta un colorido y una homogeneidad tan impresionantes como el virtuosismo de las familias de instrumentos o la aptitud individual de los solistas.

    Tiene a su favor las huestes de la Gewandhaus de Leipzig. Una orquesta disciplinada en la tutela y en el estilo Beethoven desde que Mendelssohn dirigió el primer ciclo completo en 1840. Muchos años después, en los setenta, Kurt Masur concibió su propia versión integral, aunque la de Chailly, necesaria frente a la inflación de opciones, la sobrepasa en su corpulencia, en su virtuosismo y en su imponencia. Rubén Amón