La playa en la que se desarrolla L'elisir d'amore. Foto: Tato Baeza.

Una producción del Teatro Real y el Palau de les Arts sitúa 'L'elisir d'amore', de Donizetti, a los pies de una playa actual. A partir del lunes, el público de Madrid podrá identificarse con esta historia con libreto de Felice Romani en la que sus personajes se mueven entre chiringuitos y hamacas. Sólo sus composiciones embriagan desde el primer instante.

Sube al escenario del Teatro Real L'elisir d'amore de Donizetti, sin duda una concesión de Mortier. Es sabida la aversión que el belga siente por el compositor bergamasco; tanto como la que le profesa a Puccini. Pero, de vez en cuando, hay que transigir a las demandas del gran público, que en una buena parte no comulga con las políticas del regidor. Es ocasión por tanto para desengrasar de las tortuosas y sin duda arriesgadas propuestas que han sido La conquista de México de Rihm y La reina india de Purcell/Sellars.



El encargado de llevar a buen puerto la obra es el joven Damiano Michieletto. Su puesta en escena se vio ya hace unos meses en el Palau de les Arts de Valencia, con el que el Real coproduce las representaciones que se inician el próximo lunes. El regista tiene una visión muy clara de su propuesta. La acción se traslada en esta ocasión a una playa, en la que la bebida juega un papel determinante por ser el elixir al que recurre la juventud para expresar su malestar. La playa aparecerá en cada acto en distintos momentos del día, la playa como metáfora que contribuye a acercar la obra de Donizetti al público de hoy. Bien está si se aplica la inteligencia y se evitan incoherencias. Hay muchas formas de aproximarse. En el original, curiosamente, la acción tiene lugar en una innominada aldea del País Vasco... La ópera es en todo caso un preclaro modelo romántico-neobelcantista, plagado de músicas amenas, melódicas, evocadoras y bien provistas de encanto.



Una furtiva lágrima

Donizetti partió de un libreto de Scribe, Le Philtre, puesto en música en 1831 por Auber, y fusilado implacablemente por Felice Romani con quien el compositor había colaborado varias veces. Ahí estaban ya el primer dúo Adina-Nemorino y la famosa Una furtiva lagrima. Para atender el encargo del Teatro de la Cannobiana de Milán Donizetti trabajó muy deprisa. El 12 de mayo de 1832 la ópera cosechaba un éxito clamoroso.



Estamos ante un paradigma de la más pura vocalidad donizettiana, un ejemplo preclaro de fluidez en el tratamiento, evidentemente pedagógico, de las voces, en todo momento orientadas y encauzadas de manera muy natural, en busca de que el esfuerzo en el canto se acoja a los planteamientos más racionales. Es un modelo de cómo se debe emplear, de forma sana y musical, la voz humana en el desarrollo de unas líneas melódicas y en la exposición clara y precisa de un texto. El canto de esta ópera es de una notable frescura, ligereza, claridad y belleza, de plena italianità. Requiere, en mayor medida que otros títulos del autor, un cuidado, una sutileza y un rigor muy especiales presididos por la elegancia y la minuciosidad del fraseo.



Donizetti nos presenta un asunto que se aleja muy claramente de la llamada ópera bufa en sentido estricto, de la ópera cómica. La historia, simple y llana, no deja de tener ciertas implicaciones psicológicas y vale, en cualquier caso, para que discurra libremente la vena melódica, tan inspirada, del autor, que nos ofrece una comedia musical, sentimental, dotada de elementos de carácter cómico; pero nunca una caricatura en exceso gruesa, de sal gorda. Son buenos los mimbres de que se dispone en estas representaciones madrileñas. Tenemos un excelente terceto de sopranos, que se alternan en el personaje de Adina, en esta recreación dueña de un chiringuito en la playa: la georgiana Nino Machaidze, de timbre terso y cálido, la sueca Camila Tilling, musical y delicada -recordamos su excepcional Ángel en San Francisco de Asís de Messiaen- y la italiana Eleonora Buratto, espumosa y llena de gracia. Ninguna es, afortunadamente, una ligera. El pazguato Nemorino, que en este caso es un 'chico para todo', se lo reparten dos tenores españoles -junto con Ainhoa Arteta, los únicos intérpretes nuestros en partes protagonistas de esta temporada-, Celso Albelo, de instrumento extenso, firme y compacto, e Ismael Jordi, más aéreo y ligero, más refinado. El tercero en discordia es aún más joven, el italiano Antonio Poli, de atractivo timbre de lírico-ligero.



El charlatán Dulcamara es el bajo uruguayo Erwin Schrott, penumbroso y potente, algo engolado, de un carácter no habitual en un papel de basso buffo. Se alterna con Paolo Bordogna, de tinte más baritonal. El fatuo Belcore, un marinero ligón, estará en las voces de Fabio Capitanucci y Gabrielel Viviani, dos barítonos aceptables. Como lo son, para Giannetta, las sopranos Ruth Rosique y Mariangela Sicilia. La batuta será empuñada por el muy práctico francés Marc Piollet, ya conocido en la plaza, y el valenciano Vicente Alberola (los días 7 y 8), magnífico clarinete solista de la Orquesta del Teatro que está haciendo sus pinitos como director.