Foto: Marco Do Santos.

Sólido cimentador de partituras y en el cénit de su madurez sobre el podio. Son rasgos que le han valido la titularidad de la Concertgebouw y que le identifican como una de las máximas figuras de la dirección contemporánea. Ahora llega a España (a Barcelona el 23, Valencia el 24 y Madrid el 25) con la Orquesta Nacional de Francia, en la que está rematando su legislatura antes de tomar plenos poderes en Ámsterdam. Dos conciertos en los que ensarta a Chaikovski, Ravel y Debussy.

En las listas de apuestas de los llamados a sustituir a Barenboim como director musical de la Scala, Daniele Gatti (Milán, 1961) ocupó por un tiempo la pole position. Imaginamos la ilusión que puede generar en un milanés tomar las riendas del sacrosanto templo scaligero, a pesar de sus laberíntico funcionamiento interno. Al final fue otro maestro oriundo de la capital lombarda el que se quedó el puesto: Riccardo Chailly. El presumible desencanto no duró mucho. La excelsa Concertgebouw le otorgó mando en plaza en Ámsterdam, tras el paso atrás de su actual titular, un Mariss Jansons acuciado por los incidentes cardiacos. El nombramiento supone auparse a una de las cimas más deseadas del mapa sinfónico mundial. Su cabeza parece ya en la capital holandesa, pero Gatti debe rematar su legislatura al frente de la Orquesta Nacional de Francia. Con la formación gala, precisamente, se presenta en España para firmar dos conciertos (con Ibercámera en Barcelona el 23 y con La Filarmónica en Madrid el 25). En atriles, un llamativo binomio romántico-impresionista.



-¿Con qué criterio ensarta el romanticismo de la Cuarta de Chaikovski con el impresionismo de Ravel (La valse) y Debussy (La mer), dos mundos tan dispares?

-Me gusta presentar piezas completamente diferentes en un mismo concierto. Es una manera de acercarse a la experiencia caprichosa de escuchar música en casa: una tarde te pones primero un concierto de pianoforte de Mozart y luego cambias el tercio con unas arias de la Carmen de Bizet. Un concierto no tiene por qué ser lineal o coherente estilísticamente. En los 20 minutos de pausa, la gente echa un rato de charla, toma un café, se fuma un cigarro y, tras ese protocolo, ya se ha despejado lo suficiente como para abrirse a otros lenguajes.



-París no es una plaza sencilla para un director de orquesta. ¿Qué balance hace de su paso por allí?

-Es una ciudad muy competitiva, con tres orquestas sinfónicas cohabitando. Me marcho en un buen momento, antes de que nadie me enseñe la puerta (ríe). Estoy satisfecho con todo lo que hemos realizado: los ciclos de Mahler, Brahms, Beethoven...; las óperas Falstaff, el Parsifal en versión concierto y Macbeth, que haremos ahora; y también el disco dedicado a Debussy. Pero el balance que lo hagan otros. Yo estoy siempre en movimiento, preparando ya la llegada a la Concertgebouw.



-Todo un desafío...

-Intentaré ser digno de la confianza que han depositado en mí esta orquesta histórica. Mi designación se produce en el momento justo, en plena madurez. Me alegro porque estos nombramientos a veces llegan demasiado pronto o demasiado tarde.



-Su candidatura, frente a otras que se consideraron [Daniel Harding o Ivan Fischer], parece representar un continuismo con la tradición de la Concertgebouw...

-No tiene sentido renunciar al camino trazado por mis predecesores. Estoy encantado de seguir haciendo hincapié en los compositores históricamente ligados a la orquesta: Mahler, Bruckner, Strauss, Brahms... A los que Mengelberg, Haitink y Chailly les han estampado su impronta con la Concertgebouw. Yo les imprimiré la mía, igual que harán los que me sigan. En las giras continuaremos trabajando ese repertorio. Lo que no significa que no exploremos nuevas vías, como por ejemplo el repertorio francés, que tengo muy fresco y que no ha estado muy presente en los programas de la Concertgebouw últimamente. Eso sí, tengo muy claro que su seña de identidad es el tardoromanticismo. Será un placer seguir profundizando en él.



La gesticulación del director embarca pero a veces distrae. Propongo cubrir el podio con un parapeto"

-En sus casi 130 años de historia sólo la han dirigido 7 directores. Cabe esperar que su vinculación con la agrupación holandesa será larga...

-Espero, espero (ríe). Lo que sucede es que Mengelberg distorsiona un poco la estadística porque estuvo dirigiéndola nada menos que 50 años.



-¿Qué rasgos destacaría de la Concertgebouw, aquellos que la ubican en la cumbre del sinfonismo mundial?

-Sus formidables instrumentistas, con una gran sensibilidad y musicalidad, y con una destreza técnica de primer orden. Que además tienen la suerte de tocar en una sala maravillosa, única, con una ventaja respecto a otras similares: permite lucir partituras más camerísticas de Haydn o Mozart y que respiren magníficamente piezas como la Tercera de Mahler. Una ambivalencia idónea para una formación tan dúctil.



-Usted predica un respeto máximo al compositor y reconoce su pequeñez frente a los ‘escritores' de música. ¿Qué posición debe adoptar el director frente a ellos?

-El compositor crea un edificio, una estructura, ladrillo a ladrillo. El director debe abrirle puertas por las que pueda entrar el público. Debe crear una narración, con un sentido y un ritmo que envuelvan al público. Se trata de insuflar energía vital a la composición. Yo me siento libre en esta tarea: la de absorber una obra para luego transmitirla.



-Cuando estaba en la Royal Philarmonic de Londres organizó, junto a otras orquestas británicas, jornadas de puertas abiertas para atraer al público joven. ¿Es esa la fórmula para renovar la savia de los auditorios?

-Me parece una medida muy bien encaminada. Los directores y los músicos no debemos enseñar, nuestra obligación es emocionar. No se enseña a amar a una persona con teoremas. Igual ocurre con los cuadros de Van Gogh o Rembrandt o con las sinfonías de Beethoven. Primero hay que provocar el escalofrío. Eso conducirá al interés intelectual y después al conocimiento. Tras el entusiasmo del concierto viene la visita a la Wikipedia. No al revés. Obligar a los muchachos a entrar en un auditorio es inútil. Nosotros debemos dejar las puertas abiertas, que tengan libertad para entrar o no. Y que si lo hacen se sientan como en casa. La pretensión didáctica es un grave error.



-También reniega del director pirotécinco como reclamo. ¿Cree que hay mucho batuta que se dirige a sí misma?

-Las hay, sí. La gesticulación del director a veces embarca al público pero otras veces lo distrae de lo sustancial: la música. En la juventud se tiende a la exuberancia, pero a mí siempre me ha atraído la sobriedad y la elegancia natural de Toscanini, Klemperer, Giulini, Abbado, Bernstein... Con los años hay que buscar la seriedad. Pienso que podría ser buena idea cubrir al director con un parapeto para que el público se limite a escuchar y que su opinión no se vea condicionada por otros factores extramusicales. Sería muy interesante probarlo, ¿no?