Jesús López Cobos. Foto: Sergio González Valero

Regresa Jesús López Cobos al podio de la Orquesta de la Radiotelevisión para ofrecer, los días 29 y 30, un concierto que tiene como obra central nada menos que la Sinfonía n° 8 de Bruckner, composición ciclópea, resumidora de las mejores cualidades del músico de Ansfelden, al que siempre ha entendido estupendamente el director zamorano, que se metió en sus arcanas profundidades desde muy joven y al que sabe clarificar gracias a su gesto diáfano, mesurado, provisto de un didáctico vaivén que cubre todo los puntos y establece de manera transparente los tiempos.



Una manera directorial muy apta para reproducir las catedralicias magnitudes de las sinfonías del compositor austriaco, edificar las gigantescas progresiones y ofrecer con buena letra y mejor espíritu los complejos bloques polifónicos, matizar el carácter de los múltiples grupos temáticos y culminar las extensas codas sin perder las riendas. No es nada fácil conseguir la sonoridad propia de los grandes órganos en los que tocaba el compositor y cuyo espectro acústico intentó llevar a la orquesta.



Aunar todos esos rasgos en un todo coherente, en una narración comprensible, tiene unas dificultades que se hacen mayores en esta Octava Sinfonía, obra perfecta, equilibrada, que aúna lo misterioso y pétreo del primer movimiento con lo aguerrido y terrorífico del Scherzo, lo majestuoso y pictórico del Finale y lo místico y celestial del Adagio, situado aquí en tercer lugar. Ese solemne movimiento, el lento más largo de Bruckner, que parte del empleo de un estratégico cinquillo, posee una construcción maravillosa y una densidad melódica sin igual. Hace falta una mano firme y consecuente para no perder el pulso y no diluir las tensiones.



Es evidente que López Cobos, que en ciertos casos y ocasiones podría dar la impresión de una relativa falta de llama o de interiorización para según que músicas, está en posesión de ese sentido de la forma tan necesario a estos pentagramas, que, hemos de recordarlo, ya dirigiera, en el Teatro Real, a la misma Orquesta, en el año 1978 en una versión muy estimable, cuando todavía el conjunto no tenía la solidez que ahora lo distingue. Fue, si no la primera, sí una de las primeras veces que se interpretaba esa sinfonía en Madrid, en donde Bruckner fue penetrando lentamente. El concierto se completa -aunque creemos que no habría hecho falta- con la Sinfonía n° 49 de Haydn, La Pasión, una obra formidable proveniente de la fructífera etapa prerromántica del Sturm un Drang.