El apodado 'The Thin White Duke' lanza tres años después un nuevo disco, Blackstar, definido por él mismo como su mejor trabajo en mucho tiempo, y sin duda será uno de los mejores discos del año recién estrenado.
Hace poco más de dos años, David Bowie salió de un letargo de una década para lanzar al mundo The Next Day, un disco en el que recuperaba su vena más rockera de finales de los 70 con espléndidos resultados. Esta vez no ha habido que esperar tanto y su nuevo disco, Blackstar (titulado en realidad con el icono de una estrella negra) llega precedido por unas declaraciones del propio Bowie en las que anuncia su "mejor trabajo en años". La expectación es máxima, como es lógico viniendo de una de las pocas verdaderas leyendas vivas de la música, y Blackstar, cabe decirlo ya, no sólo no decepcionará a sus fans, sino que será uno de los mejores discos del año que acaba de empezar. En él, el Duque, al contrario de lo que pudiera parecer después de The Next Day, no mira hacia atrás sino adelante con un sonido que busca la vanguardia a través del jazz con una clara influencia ("confesada" por el productor, el veterano Tony Visconti) del último trabajo de Kendrick Lamar, a su vez inspirado en los sofisticados beats jazzísticos de Flying Lotus, fuerza imprescindible de la música actual.
¿Se ha pasado Bowie al jazz? No del todo, pero casi. Blackstar hace por el pop lo que Lamar ha hecho por el hip hop. Sin duda, lo más llamativo es la colaboración con el saxofonista Donny McCaslin, una de las figuras más importantes del jazz de vanguardia de Nueva York, ciudad en la que reside Bowie desde hace varias décadas, y cuya huella se deja notar con fuerza a lo largo de todo el disco. Arranca con Blackstar, una canción de nueve minutos lanzada hace pocas semanas como avance que ya nos indica por dónde van los tiros: texturas elegantes y sinuosas, una música algo oscura con dosis de profundidad que parecen remitirnos a lo oculto y a una especie de espiritualidad lúgubre. Blackstar suena como un lamento o un quejido y nos seduce con esa misteriosa cadencia en la que el saxo de McCaslin adquiere una fuerza gravitacional que lleva las canciones a un cierto barroquismo deconstruido.
No deja de ser curioso que Bowie transite por lugares muy parecidos a los de otro gran artista, Dr. Dre, que acaba de romper su silencio en su reciente disco de regreso. Si en Compton Dre, productor de Lamar, reivindicaba el legado del jazz en el rap y el hip hop para construir un disco que muchas veces es puro jazz, otro tanto hace Bowie en este álbum en el que por momentos incluso recuerda al tour de force de Kamasi Washington demostrando hasta qué punto la música contemporánea mira cada vez con más interés a los grandes clásicos de los 60 como Miles Davis o John Coltrane como si hubiera una historia interrumpida en algún momento, el jazz como música popular, no de pequeños clubes, que estos grandes músicos se propusieran reconectar. En Girl Loves Me, Bowie incluso se atreve a rapear en una canción de tintes hipnóticos en la que recuerda la fuerza melodromática de Young Thug.
Reaparece también el Bowie marciano en una canción tan bella como Lazarus, el nuevo single, donde el cantante se mete en la piel del marciano Newton que interpretó en la película El hombre que cayó a la Tierra en 1996, asunto también de un musical que ha escrito el artista. Lazarus tiene una de esas melodías preciosas que son marca de la casa y es un sofisticado artefacto de pop adulto en el que Bowie adopta mejor que nunca esa posición de "marciano" que observa el mundo desde la distancia. Cierra el disco I Can't Give Everything Away, una modélica canción de pop con un cierto sabor a vieja escuela en la que la voz de Bowie nos emociona de manera profunda con su riqueza de matices y una cadencia un tanto cascada. En esta conquista de la melodía definitiva está lo mejor del viejo y el nuevo Bowie, el hombre que se niega a dormirse en los laureles y apuesta por la vanguardia.
Por cierto, una vez más dice que no va a dar ningún concierto en directo. Esperemos que cambie de opinión.