Eschenbach sabe poner orden, calibrar, regular... Foto: Margot Ingolsby
Coinciden en el Auditorio Nacional dos orquestas de primera fila: la Royal Concertgebouw y la Sinfónica de Washington, dirigidas, respectivamente, por el temperamental Semyon Bychkov y el sobrio Cristoph Eschenbach. En atriles, Strauss, Rouse, Schubert...
Pero el turno es primero para el director de Leningrado (1952), artista comunicativo, enérgico, de batuta muy sugerente, de una rara intensidad expresiva. Un director capaz de galvanizar a un conjunto sinfónico y de extraer de él, por derecho, interpretaciones que destacan más por su brío que por su delicadeza. Posee un fuerte temperamento y un entusiasmo irrefrenable, el mismo que lo impulsó a salir de la Unión Soviética para ganarse los garbanzos en Norteamérica. Su estilo sobrio, su autoridad y su magistral técnica de batuta han basado su trayectoria. Es un straussiano de pro, como ha podido demostrar, por ejemplo, con su Elektra del Real o su Alpina.
Se va a situar, este lunes (1), en el podio de la histórica Orquesta del Concertgebouw, un conjunto ante el que hay que descubrirse por su solera, su tan larga y rica trayectoria, su magnífica sonoridad, cuajada de claroscuros y envuelta en un espectro en el que no se sabe qué admirar más, si el terciopelo de la cuerda, la suavidad legendaria de las maderas o la redondez de los metales. Con él Bychkov abordará, en efecto, una partitura de Strauss, la procelosa Una vida de héroe, que puede resplandecer con mil luces en estas manos. La primera parte de la sesión la ocupa otra composición ‘grande': el Concierto n° 5, Emperador, de Beethoven, que tocará con sus pulcras manos y su probada y superior técnica el pianista Jean-Yves Thibaudet.
La Orquesta norteamericana, formación más moderna, de 1931 (la holandesa es de 1888), pero de historia ya muy acrisolada y de un empaste, una precisión y un brillo fenomenales, que en los últimos seis años se ha cuidado de acrecer Eschenbach, un músico de extraordinaria competencia y cultura, que desde que dejó definitivamente el teclado ha ido ampliando una técnica de batuta sobria, de especial rigor metronómico. Es director enteco, fibroso, bien plantado, de gesto muy a lo Karajan, pero sin el poder de sugerencia, sin la maleabilidad y la elegancia del maestro austriaco. No es el suyo un arte imaginativo, emotivo, apasionado. Pero sabe poner orden, regular, calibrar las intensidades, dar fluidez a cualquier discurso. Un hábil constructor, severo, que controla los planos y adopta en todo momento un criterio rítmico eficaz. Como demostró hace bien poco, ante la Orquesta Nacional, con La Consagración de la primavera de Stravinski.
Son dos las citas con él y la agrupación de Washignton. En la primera (jueves 4) sitúan en atriles Phaeton, una caudalosa partitura del norteamericano Christopher Rouse, la Inacabada de Schubert y la Primera de Brahms. En la segunda (5), acompañarán al dotado chelista Daniel Müller-Schott en el Concierto de Dvorák y, solos, servirán el romanticismo alemán de la obertura de Der Freischütz de Weber y nos traerán la soberana orquestación que Schönberg realizó de otra obra del hamburgués, el Cuarteto en sol menor, op. 25.