La solidez de Mena tiene resonancias celibidachianas. Foto: Chris Christodoulou

El vitoriano Juanjo Mena (1965) se afianza cada vez más como director seguro, sólido, preparado, flexible, ecléctico y claro. Su gesto amplio, armonioso, de lejanas resonancias celibidachianas, su pulso atento, su comprensiva expresividad, su facilidad para el fraseo caluroso y su lógica expositiva llegan con facilidad, casi con suavidad, a las orquestas que dirige. En Madrid es visitante asiduo. Lo hemos visto en los últimos años en el foso de la Zarzuela y en los podios de la Nacional, la RTVE y la Sinfónica. El año pasado triunfó en el Día de la Música del CNDM con la interpretación de las seis sinfonías de Chaikovski. Y no hace mucho nos obsequió, junto a la orquesta citada en primer lugar, con una vibrante y nerviosa Sinfonía n° 6 de Bruckner.



En su momento logró poner en órbita a la Sinfónica de Bilbao, donde se fue forjando lentamente hasta adquirir una base musical y gestual muy importante, que ahora sabe desplegar, y desde hace varias temporadas, con la Filarmónica de Liverpool, con la que ha renovado contrato, desoyendo otras propuestas. Regresa de nuevo con la ONE, de la que se ha convertido en una suerte de innominado director principal invitado, para ofrecer dos programas. El primero, el pasado fin de semana, engarzaba la obertura de Der Freischütz de Weber, el Concierto para violín y orquesta de Ginastera, con Michael Barenboim como solista, y la Sinfonía n° 7 de Beethoven.



El segundo, que desgranará desde hoy hasta el domingo, incorpora la caleidoscópica Sinfonía n° 5 de Mahler, una obra que se ha prodigado bastante por los pagos madrileños. En los meses recientes recordamos la impresionante versión de Andris Nelsson con la Orquesta del Festival de Lucerna y la menos memorable de Pablo Heras-Casado con la Sinfónica de Madrid. La limpia mirada de Mena tiene ahora un nuevo reto para intentar despejar la compleja urdimbre instrumental y armónica de una partitura llena de color, de ritmos bailables, de contrastes apasionantes, de juegos temáticos electrizantes. En ella, en cualquier interpretación de altura, todo ha de estar en su sitio, engarzado, ligado, matizado, coloreado y variado. Ya desde el sonoro comienzo, con esa marcha fúnebre que abre la trompeta, la emoción ha de palparse, sentirse a flor de piel. El agitato subsiguiente, los inmediatos contrapuntos que cierran el movimiento de apertura, necesitan una especial diafanidad. Tanto como precisión en los ataques requieren los Scherzi o temple, legato, sentido de la progresión, suavidad, exquisitos fundidos, concentración interiorizada el Adagietto; o impulso juvenil, transparencia y dominio de la exposición en fugato y limpias figuraciones el quinto y último.



Hay otro atractivo adicional en este concierto: el estreno de Zulaitz (Árbol) del competente compositor vasco Gabriel Erkoreka, una obra encargo de la propia Orquesta Nacional en la que participa el Trío de percusión Kalakan. El sabor de la naturaleza que despliegan habitualmente los ordenados pentagramas de este autor siempre es bien recibido.