Image: La Orquesta Nacional se alía con Lugansky

Image: La Orquesta Nacional se alía con Lugansky

Música

La Orquesta Nacional se alía con Lugansky

16 septiembre, 2016 02:00

El pianista Nikolai Lugansky durante un concierto

Hace ya años que Nicolai Lugansky (Moscú, 1972) está considerado como uno de los mayores talentos pianísticos de su tiempo, aunque ahora, sobrepasada ya la cuarentena, es cuando empezamos a descubrir su verdadero talento, no siempre advertido tras los maravillosos fuegos de artificio de su descomunal mecanismo. Lo pudimos comprobar la pasada temporada en su recital para Scherzo, en el que mostró de nuevo clara digitación, sentido de las proporciones, sonido muelle, nunca agresivo, experto manejo de los pedales, legato elegante, técnica espléndida y tranquila actitud ante el teclado.

Podríamos pedirle siempre, es verdad, un mayor calor, una expresión más cordial; pero en él tampoco podemos negar que late en todo momento una vibración profunda y vigorosa, la que le permitió en aquella ocasión dibujar un Schubert magnífico. Y la que le facultará para, los días 23, 24 y 25, enfrentarse sin titubeos a una de sus obras sinfónicas preferidas, creada por uno de los compositores que más frecuenta, el Concierto n° 2 de Sergei Prokofiev, partitura endiablada que sus dedos desgranan con tanta finura como destreza y que pone a prueba desde el espirituoso comienzo en pianissimo el temple de cualquier instrumentista, que enseguida ha de lanzarse hacia un ligerísimo allegretto en donde los dedos han de correr como centellas. La vivacidad del Scherzo, el humor del Intermezzo desembocan en el tempestuoso y enérgico finale.

La sesión, que inaugura la temporada de la Orquesta Nacional, se completa con otras dos obras de extremado atractivo, las tres Offrandes oubliées de Messiaen (La Croix, Le Péché, L'Eucharistie), primer intento sinfónico de juventud del autor francés (1930), y la Sinfonía Fantástica de Berlioz, composición que la Nacional tiene bien ahormada, en cuyo sentido y fulgurante expresividad podrá ahondar de la mano ahora de su titular, David Afkham, director persuasivo, resuelto y elegante, capaz de otorgar unidad constructiva a una partitura irregular, arrebatada, desigual, a pesar de la obsesiva presencia de una breve figura temática, la ‘idea fija', que la recorre de principio a fin. Para no desbocarse en el Akelarre final es necesario un mando firme, una batuta -aunque a veces no la emplee el director- que impida la dispersión y que acabe reconduciendo las oscuras fuerzas y las turbulencias producto del consumo de opiáceos hacia un cierre abracadabrante y formidable.