Piotr Beczala en la piel del atormentado Werther. Foto: Barbara Aumüller
Hace 25 años que el teatro barcelonés no acoge la ópera de Jules Massenet en su escenario. La versión de Willy Decker, que se estrena este domingo (15), intelectualiza la novela de Goethe, tan apasionada y cálida. En el elenco vocal, resplandece la voz de Piotr Beczala.
La música aparece envuelta en delicadas armonías y en las melancólicas melopeas típicas del estilo del autor. No hay duda de que Massenet sabía dar con el secreto de esos personajes sufrientes y desgraciados, destinados a un fin fatal. En la partitura se encuentran números muy recordables, como el canto a la naturaleza del primer acto, en el que ya se advierte la soñadora idiosincrasia del protagonista; o el extenso dúo con Charlotte. El segundo acto, de carácter localista, revela la buena mano descriptiva del autor. Aunque es en el tercero donde se desborda la inspiración, con varias cimas expresivas: el aria de las lágrimas de Charlotte, tan nostálgica y lastimera; la conocida romanza Pourquoi me réveiller, prueba de fuego para el tenor con su si bemol agudo repetido en todo lo alto y sus volutas poéticas, y finalmente el intenso y arrebatado dúo, en el que hay que graduar la emoción para no quemarse, el auténtico clímax amoroso de la desgraciada historia, con la joven burguesa a punto de caer rendida ante los reclamos del muchacho olvidando por un instante el deber familiar, ese marido impuesto por una madre ya fallecida.
Canto honesto
Estas líneas nos vienen inspiradas por el anuncio de las muy próximas representaciones de esta ópera en el Gran Teatro del Liceo, donde, después de 25 años, se presenta este domingo día 15; y lo hace con un reparto en el que resplandece la figura del tenor polaco Piotr Beczala, uno de los máximos valores de su cuerda en la actualidad. Es un cantante honesto y trabajador, seguro y dominador, dueño a día de hoy de una técnica muy sólida y de una expresividad muy medida. La voz, la de un lírico puro, cada vez más pleno tras sus comienzos como lírico-ligero, es de buena calidad: pastosa, timbrada, levemente gutural, bien emitida y regulada, extensa y de buen volumen. El cantante posee un magnífico control de las respiraciones, sabe apianar y atacar con general limpieza, bien que en ocasiones empleando algunos a veces inapreciables golpes de glotis, que dañan pasajeramente el fluir sonoro y emborronan el legato. Se le espera con mucho interés.En cinco de las once funciones previstas se alternará con Josep Bros, también un experimentado y caluroso Werther, aunque de instrumento menos dotado y arte de canto más plano. En el primer reparto aparece como Charlotte la siempre eficiente y musical Anna Caterina Antonacci, que comparte personaje con Nora Gubisch. Los jóvenes barítonos de la tierra Joan Martín-Royo y Carlos Daza, tan acreditados ya, se reparten Albert. Y dos gentiles sopranos lírico ligeras, Elena Sancho-Pereg y Sonia de Munck, el de Sophie. Completan el solvente elenco Stefano Palatchi (Alcalde), Antoni Comas (Schmidt), Marc Canturri (Johann), Xavier Comorera e Ignasi Gomar (Brühlman) y Guisela Zannerini y Elizabeth Maldonado (Kättchen). Serán gobernados desde el foso por la expansiva batuta de Alain Antinoglu, que es el marido de Gubisch, y que está bien entrenado en una obra que ha dirigido con frecuencia.
La producción, que proviene de la Ópera de Frankfurt, pudo ser vista ya en Madrid en el año 2011. Lleva la siempre cotizada firma de Willy Decker, un director de escena diametralmente opuesto a un planteamiento vulgar y tópico. Su acercamiento a la obra de Massenet invita a la abstracción, intelectualiza, se infiltra en los elementos puramente psicológicos y esquematiza hasta el límite la acción, que queda a veces detenida, cristalizada, congelada. Da mucha importancia a detalles que en principio no parecen tan relevantes, como a la figura de la madre muerta, ominosa presencia cuyo retrato domina toda al primera parte. Maneja el regista los tiempos y las acciones mudas de los personajes cuando éstos, según el libreto, no están en escena. Un buen ejemplo es la aparición de Albert durante la agonía de Werther evitando que Charlotte se pegue también un tiro. Apuntes que indagan en la psique de los protagonistas y que son realzados por un soberbio manejo de la luz.
Todo ello esclerotiza en cierto modo la historia y le quita calor, algo paradójico en una obra tan cálida y apasionada. Aquí Johann y Schmidt, los latosos vecinos, son una especie de genios malignos, instigadores a su modo de la tragedia. El espectáculo es de tal modo esencialmente minimalista, con figuras de casas y casitas representando a la comunidad, dos únicas sillas y un fondo exterior de vivo color anaranjado al principio y de un gris terroso al final: imagen fácil que subraya el curso de los acontecimientos. Nada convincente el deambular bajo la nieve de Charlotte y el ir y venir en su larga agonía de Werther. Poco verosímil. Ignoramos si Decker ha hecho algún cambio en este planteamiento.