Antonio Moral y Miguel Ángel Marín en el Auditorio Nacional. Foto: Sergio Enríquez-Nistal
Entre los dos alumbran más de 400 conciertos por temporada. Antonio Moral, director del CNDM, y Miguel Ángel Marín, responsable musical de la Fundación Juan March, son los programadores más prolíficos de España. El Cultural los reúne en el Auditorio Nacional para debatir sobre la presunta decadencia del concierto canónico, las nuevas fórmulas de presentar la clásica, el anonimato de su profesión...
Pregunta.- Algunos dirán que juegan con ventaja. Los conciertos de la Fundación March son todos gratuitos y la supervivencia del CNDM no depende de la taquilla. Eso da mucha libertad, ¿no?
Miguel Ángel Marín.- La verdad es que el temor exagerado a la taquilla es muy cómodo para muchas instituciones, que tienen una excusa para no salirse del canon: Beethoven, Mozart, etcétera. Argumentan que, si lo hacen, el público les dará la espalda.
Así se crea una dinámica perversa que conduce a un encorsetamiento muy conservador. Lo triste es que esa dependencia de la taquilla no es tan vital para la mayoría, salvo en el caso de instituciones puramente privadas. En Estados Unidos sí es real, pero allí esa circunstancia espolea la creatividad. Saben que la mejor manera de competir es innovar. Nosotros, por suerte, podemos permitirnos no solo salir de las tendencias sino incluso ir contra ellas, para ofrecer obras injustamente ninguneadas e infrarrepresentadas."Para muchas instituciones el temor a la taquilla es una excusa para programar lo de siempre". Miguel Ángel Marín
Antonio Moral.- Hay que aclarar que el 90% de la actividad musical en España es pública o semipública. De los 20 ciclos de abono que hay en Madrid, sólo tres son estrictamente privados: Ibermúsica, La Filarmónica y Excelentia. Detrás de la taquilla se esconden dos cosas muy graves. Por un lado, la mediocridad y la pereza de muchos programadores que dicen que, como se deben a ella, han de programar siempre lo mismo. Y, por otra, el recurso constante a los intérpretes de más relumbrón. Nosotros también tenemos que vigilar nuestra cuenta de resultados, que es el público que financia el 50% de nuestra actividad. Antes de la creación del CNDM había tres unidades: el Centro para la Difusión de la Música Contemporánea, la dirección artística del Auditorio Nacional y un embrión de Centro de Músicas Históricas en León. Todo aquello tenía un presupuesto de 3,5 millones de euros. En 2010 ingresaron solo 44.000 euros. El año pasado el CNDM cerró la actividad con unos gastos de 2,2 millones y con unos ingresos de 1.140.000 euros. Lo que ocurre es que cuando funcionábamos mal, el sector privado no se quejaba. Ahora, en cambio, nos acusan de hacer dumping.
AM.- Exacto. Por eso no entiendo su crítica. Es injusta: ellos no harían nunca lo que hacemos nosotros porque es deficitario. Ni el ciclo de Lied ni el Liceo de Cámara, por ejemplo, existirían en Madrid. La apuesta de la Juan March y el CNDM son una garantía de diversidad.
P.- Hablando de ‘lo de siempre'. ¿Creen que la fórmula canónica de concierto acuñada en el romanticismo acusa ya signos de agotamiento?
AM.- Esa fórmula ni se ha agotado ni se agotará. Llevo 30 años en esto y siempre he escuchado la misma cantinela. Dicen que los auditorios están llenos de calvas y cabezas blancas, pero es que es normal. Cuando eres joven te estás formando y no tienes dinero. Entre los 30 y los 45 formas tu familia, crías a tus hijos... Es a los 50 cuando empiezas a liberarte. A esa edad es cuando compras abonos, de fútbol, de toros, de música... Eso no significa que la fórmula esté agotada.
MAM.- Yo no me imagino escuchar los últimos cuartetos de Schubert de otra manera que en un concierto convencional. Pero necesitamos ir hacia un formato en el que convivan distintas maneras de presentar la música. La idea de que la música clásica solo puede escucharse con una luz estática, durante un silencio absoluto en el que lo único que pasa es que salen los músicos, tocan y se van tras los aplausos es muy restrictiva. Hoy tenemos una competencia feroz con lo que se ofrece en internet, la televisión de pago... y por eso creo que el formato es clave. Por ejemplo, en un concierto de Scriabin es muy pertinente introducir luces que no tienen una función decorativa sino que cambian radicalmente el concepto. Hay que seguir avanzando en la gestualidad de los músicos, la proyección de imágenes, las videocreaciones, los juegos espaciales, los sobretítulos… Todo eso permite una escucha más intensa y más activa.
AM.- Estoy de acuerdo: por supuesto que hay que apoyarse en las nuevas tecnologías. Y por eso lo que no puede ser es que el Auditorio Nacional no tenga todavía ni un sistema de sobretitulación ni un sistema de iluminación mínima que permita acondicionar los conciertos en función de sus características, porque cambia mucho si estamos ante uno de jazz, uno sinfónico, uno camerístico, uno de flamenco, un recital en el que hay que cerrar la luz sobre el solista… Pero cuando no hay problema de presupuesto, hay un problema de falta de gobierno, y al final nunca se lo dota de estos avances básicos.
P.- Ambos son pioneros en en nuevas experiencias concertísticas. ¿De cuáles de las que han ideado se sienten más satisfechos e intuyen que pueden perdurar en el futuro?En la Juan March tenemos una fijación: acabar con la fractura entre composición contemporánea y público". Miguel Ángel Marín
MAM.- Los juegos sinestésicos de Scriabin funcionaron muy bien pero no sé si sirven como modelo, porque que en este caso la propia música demanda claramente un planteamiento lumínico. Hay propuestas que también han cuajado, como nuestro ciclo de rarezas instrumentales. Instalamos varias cámaras sobre el escenario y la imagen que recogían se proyectaban por varias pantallas de manera que el público podía seguir la mecánica de interpretación de los instrumentos. La percepción es radicalmente distinta porque la información no sólo te llega por el oído sino por la vista. O el ciclo de Brecht, cuya poesía revolucionaria, intensa y subversiva condicionó las composiciones de Weill y Eisler. Cuando se interpretan sus obras y se puede leer en tu lengua el texto que están cantando, la recepción de la música cambia mucho.
AM.- Claro, es que, si no lo lees, es como una película en versión original que no entiendes. Nuestra gran revolución ha sido el Bach Vermut. Vienen 1.800 personas a la sala sinfónica en un plan festivo a escuchar la integral de órgano de Bach, que no es el Preludio y fuga en re menor que todo el mundo ha escuchado mil veces en anuncios y películas. Era un ciclo antipopular que el público ha hecho suyo y en ello han tenido mucho que ver las pantallas gigantes. También que sea los sábados a mediodía porque entre semana la gente llega con el corazón en la boca del trabajo y cuando termina el concierto está deseando volver a casa. Así es muy difícil disfrutar de la música.
P.- Otra responsabilidad de un programador son los encargos de partituras. ¿Hasta qué punto contribuyen a dinamizar composición musical del país?
AM.- Para nosotros es fundamental porque estrenamos unas 60 obras al año de las cuales la mitad son encargos. Eso hace que afloren compositores y a los que hay les motiva. Yo tengo la obsesión de potenciar el cuarteto de cuerda. En estos años hemos encargado unos 30.
MAM.- En la Fundación tenemos una larga historia de encargos desde nuestros orígenes. Pero en la actualidad no hacemos porque, hace unos años, consideramos que, por fin, España tenía ya una política en este ámbito muy intensa. Nuestra fijación es acabar con la brecha entre la composición contemporánea y el público, que es un problema grave. Es fundamental programar lo que se compone hoy para tenga su oportunidad de conectar con la gente. El reto del programador es preparar el terreno para que cuando se interprete pueda enganchar. Así lo hemos hecho en ciclos como el de Habaneras y el de Compositores sub-35.
Antonio Moral
AM.- El problema de este oficio es que aún no se ha regularizado. Yo lo aprendí haciéndolo. En muchas instituciones se le ha encomendado tradicionalmente a quien era menos apto para las tareas puramente administrativas. Así que hay mucha gente que está en esto de rebote. Y ahora hay otro problema: que los propios músicos hacen de programadores. Debería haber un grado de cuatro años en el que a uno se le forme para ser programador artístico, ya sea teatral, musical, cinematográfico… No basta un máster de dos años con una clase semanal. Todo hay que contextualizarlo, porque no puedes entender a Tomás Luis de Victoria si no entiendes al Greco.
MAM.- Yo estoy convencido de que es un oficio, o un arte...
AM.-…un oficio que requiere arte (corta entre risas).
MAM.- Buena definición, sí (ríe también). Decía que es una profesión poco reconocida. Si analizas el perfil de los programadores en las instituciones musicales más importantes del país y lo comparas con el de los directores de museos es muy revelador para identificar la visión que se tiene en la administración de esta función. El comisario de exposiciones tiene una voz de autoridad que nosotros no tenemos.
AM.- Sí, se tiende a pensar que cualquiera que pasa por ahí puede traer una orquesta y un intérprete. Que basta un autobús y un hotel. Pero, claro, no es solo eso. Igual que una exposición no es solo coger unas alcayatas, un martillo, clavarlas y colgar los cuadros. Se trata de contextualizar, adornar y convencer.
@albertoojeda77