Javier Perianes (izquierda) y Pablo Heras-Casado (derecha)

El pianista Javier Perianes y el director Pablo Heras-Casado, ambos lanzados al estrellato, se unen en el Auditorio Nacional para interpretar a Bartók (a quien le acaban de dedicar un disco), Haydn y Dvórak con la Filarmónica de Múnich.

Hablar en Ibermúsica de la Filarmónica de Múnich es hablar de Sergiu Celibidache, tantos años al frente de la formación germana, a la que otorgó una personalidad sonora específica, una impronta interpretativa peculiar, que los sucesores -Mehta, Levine, Thielemann, Maazel, Gerghiev, tan distintos entre sí- no han sabido mantener tras su desaparición en 1996. Celibidache era caso aparte y a él se deben, en tiempos con la Nacional o la RTVE, y más tarde, gracias Alfonso Aijón, con el conjunto muniqués, algunos de los mejores conciertos que los viejos aficionados recuerdan. Sobre todo, en una de las últimas visitas, aquella sobrecogedora Octava de Bruckner.



Nos llega ahora, el 13 de febrero, con esa orquesta en el hemiciclo del Auditorio Nacional, asimismo en la temporada de Ibermúsica, un muy atractivo concierto en el que se van a dar la mano dos jóvenes artistas españoles y ya lanzados al estrellato: el pianista Javier Perianes y el director Pablo Heras-Casado, que vienen actuando juntos y que el 15 viajarán al Festival de Canarias, donde ofrecerán el mismo programa que en Madrid: Sinfonía n° 50 de Haydn, Concierto para piano n° 3 de Bartók (que acaban de grabar para Harmonia Mundi) y Sinfonía n° 7 de Dvorák.



Hermosa selección de composiciones: dos sinfonías, una clásica, proporcionada, chisposa, llena de guiños, de juegos tímbricos, de elegante trazo melódico, ligera y briosa desde su mismo inicio algo pomposo, y otra amplia, postromántica, de tan brahmsiana entraña, imponente en su desarrollos y envuelta en los aromas de la Bohemia. En medio, un obra concertante de resabios folclóricos, en la que se combinan la dimensión danzable, el sutil juego armónico, el sentido del color y un especial hálito de misterio.



Buen banco de pruebas para los dos intérpretes -cada uno con su personalidad- entre los que se ha establecido un buen entendimiento. Nos podremos reencontrar así con el arte sutil del pianista, en el que apreciamos siempre tan reconocibles cualidades como la facilidad para otorgar al sonido de cada nota una densidad variable y establecer así una diferenciación de dinámicas que permite proporcionar un colorido o unos claroscuros más apreciables en determinados pasajes en orden a la consecución de unas interpretaciones muy calibradas. La obra de Bartók requiere ese toque fino, por supuesto. Pero también un control espartano del ritmo y unos claroscuros muy especiales para dar forma al singular y a veces esquinado lenguaje de esos pentagramas.



Ecléctico buceador

Y a su lado un director que ya ha sido coronado como uno de los valores actuales de la batuta más en alza. Un artista versátil y ecléctico, al parecer hábil para todo, dispuesto a enfrentarse a cualquier aventura y buceador, con éxito dispar, en todos los repertorios. Iniciado en el campo de la música antigua en su Granada natal, ha sabido moverse luego en otros repertorios. No hay duda de que su primer gran espaldarazo llegó cuando Barenboim, maestro que ha influido mucho en él, lo seleccionó para participar, junto a otros dos directores, en el taller de la Orquesta Diván Este-Oeste. Se ha podido comprobar su crecimiento año a año y apreciar su innata musicalidad, su gesto claro, de voluta elegante, últimamente sin batuta; su temperamento controlado y sus criterios firmes y accesibles. Aunque le falte aún recorrido para acertar al completo en los muchos terrenos que pisa y para encontrar por derecho los caminos de la excelencia.