Image: Adriana Lecouvreur, el verismo dulce de Cilea en el Maestranza

Image: Adriana Lecouvreur, el verismo dulce de Cilea en el Maestranza

Música

Adriana Lecouvreur, el verismo dulce de Cilea en el Maestranza

18 mayo, 2018 02:00

Mariani ha diseñado una puesta de escena tradicional. Foto: Luciano Romano

El teatro sevillano estrena este lunes una de las óperas más populares de Francesco Cilea. Ainhoa Arteta, que estará dirigida por Pedro Halffter, encarna a Adriana. Y Lorenzo Mariani firma la producción del San Carlo de Nápoles.

La última ópera de la temporada del Teatro de la Maestranza de Sevilla es Adriana Lecouvreur de Francesco Cilea, una de las obras más populares de lo que podríamos denominar verismo dulce y la que más fama le dio a su autor, que marcó con ella una carrera que lo colocó en la cúspide y que lo acreditó como un creador de cierto refinamiento y recursos de buena ley. Tuvo buen olfato cuando decidió ponerle música a la pieza teatral de Scribe y Legouvé, que Arturo Colautti convirtió en funcional libreto, no libre de lugares comunes y de frases convencionales. Era una comedia para el lucimiento de grandes actrices como Marie Favart, Julia Bathet, Sarah Bernhardt y Eleonora Duse.

La partitura resume bien el sentido del teatro del autor, su oficio para orquestar, distribuir y tratar las voces, su capacidad para crear armonías fáciles y expresivas, su imaginación para idear unos cuantos y pegadizos temas recurrentes. También da cuenta de los límites de su inspiración, poco variada, y de la clase de su olfato dramatúrgico, algo plano y exento de grandeza. En todo caso, la eficacia de la pintura es innegable gracias a la facilidad para enhebrar un discurso sobre un recitativo continuo y conversacional, enlazado en momentos estratégicos a unas arias, algunas muy bellas.

Cilea explota toda una serie de sentimientos humanos -amor inocente, pasión destructora, heroísmo militar- y va de lo cómico a la trágico con sorprendente facilidad, plasmando, a veces magistralmente, la vida real del teatro. Cilea sabía bien, nos recuerda el historiador de la música Jean-François Boukobza, que una ópera que descansa en buena medida en el bel canto y que protagoniza una heroína que expresa su amor sincero y apasionado en el primer acto, que salva a su rival en el segundo, interpreta a Fedra en el tercero y muere al respirar un ramo de violetas en el cuarto, no podía ser mal recibida. Algo que atrajo siempre a las prima donne.

La partitura demuestra oficio para orquestar y capacidad para crear armonías fáciles y expresivas

Y ello nos conduce a una de las más grandes intérpretes de esta parte operística, a la que el que escribe tuvo oportunidad de ver en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, en un típico y ocasional bolo, a principios de los años sesenta del pasado siglo: la insigne Magda Olivero. La puesta en escena era acartonada, la orquesta desmedrada y el director de orquesta -quizá Napoleone Annovazzi- no había ensayado demasiado. En medio de la mediocridad general emergió la soprano, alta, bien vestida, elegante, señorial. Bordó la primera aria, Io son l'umile ancella, y nos dejó, pese al crecido vibrato y a ciertos cambios de timbre, boquiabiertos. Cilea fue el que recuperó para la lírica a esta soprano, ya retirada después de su matrimonio. Quiso que ella cantara su ópera, que se había estrenado en 1902. No llegaría a escucharla, ya que murió dos meses antes del retorno de la cantante.

Cilea tuvo mucho cuidado en dotar al personaje de las mayores agarraderas -y, de paso, exigencias- expresivas: con slancio, con ira crescente, con voce stridula, gridandodesperamente... Porque el papel de Adriana, después de todo, llama menos a la espontaneidad de una joven que a una soberana maestra del artificio. En el Maestranza será Adriana, a partir del lunes 21, la tolosarra Ainhoa Arteta, que en los últimos años ha venido abordando partes de soprano lírico-spinto con cierta fortuna. En el mismo teatro, por ejemplo, cantó Manon Lescaut de Puccini. Aunque ha perdido algo de lustre, de frescura, ha ensanchado el instrumento y ha ganado en expresividad.

El legado de Caruso

Maurizio, conde de Sajonia, es un papel escrito para un tenor dueño de reconocido arte de canto, tiene medias tintas y una línea vocal bien estudiada. Su creador fue nada menos que un joven Caruso. El aria La dolcissima effigie es una buena prueba: se inicia sobre un fa agudo a media voz pianissimo para culminar en un la bemol en forte y regresar al piano en Bella tu sei. En Sevilla será servido por el tenor lírico, ya conocido en la plaza, Teodor Ilincai, de buenos arrestos y agudo restallante. Buena oportunidad para comprobar si ha crecido tras sus anteriores actuaciones en el mismo escenario.

El personaje de la Princesa de Bouillon es puro fuego, apasionamiento y furor, sentimientos estos que la llevan a lanzar continuas imprecaciones y a saltar como una tigresa al la natural agudo, nota casi extrema para una mezzo. La hoy desconocida Edvige Ghibaudo fue la creadora. En el Maestranza escucharemos a la uzbekistana Ksenia Dudnikova, habitual en la parte. Giuseppe de Luca, un barítono lírico, hábil fraseggiatore, fue el primer Michonnet, director de escena de la Comédie, que exige una singular teatralidad, pero, ojo, sin que ésta pueda perjudicar lo más mínimo a la vocalidad. El avezado y versátil Luis Cansino, barítono de una pieza, se meterá en su piel.

En el foso, Pedro Halffter, director siempre seguro, tratará de dotar de agilidad, de movilidad, de efusión y verbo a una partitura que no puede tener puntos muertos y que alberga algunas que otras banalidades. La producción, de corte tradicional, firmada por Lorenzo Mariani y proveniente del San Carlo de Nápoles, no parece que ofrezca nada nuevo.