Bernstein se transformaba en otra persona cuando subía al podio. Foto: Sony Classical
Fue un músico integral, dotado de un instinto natural para el ritmo y de una inteligencia omnívora que le permitió dominar con su batuta un amplísimo repertorio y componer una polifácetica obra. El próximo 25 de agosto se cumplen 100 años de su nacimiento. El CAAM de Las Palmas le dedica un exposición, Sony prepara una batería de lanzamientos y Turner publicará la investigación que le dedicó Paul R. Laird.
Toda esa parafernalia no venía de la nada. Tras cada una de sus interpretaciones había horas de estudio, de análisis hasta alcanzar la comprensión total de los pentagramas y, lo que es más importante, su trasfondo; lo que ocasionaba a veces acercamientos y exposiciones que parecían extraños y caprichosos, sometidos a tempi muy cambiantes, ora lentos, ora rápidos. Era algo que, sin embargo, no impedía la unidad estilística. Había sabido aprehender las enseñanzas de Fritz Reiner en cuanto a precisión y de Serge Kusevitzky en lo relativo a la búsqueda de la emoción. Esto último lo llevaba grabado en el código genético y le permitía imantar a músicos y a oyentes.
El repertorio de Lenny, como se le conocía familiarmente, era muy amplio y recorría desde el barroco a la escuela de Viena. Autores como Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann, Brahms, Mahler, Strauss o Sibelius encontraban en sus manos un vehículo respetuoso pero también poderosamente original. Se sirvió fundamentalmente de la Orquesta Filarmónica de Nueva York, a la que estuvo ligado durante lustros, de la Filarmónica de Israel, y de la Filarmónica de Viena, donde era especialmente querido. Fue también un gran director de ópera y descendió a los más afamados fosos del orbe dejando magistrales interpretaciones y grabaciones de Cherubini (Medea, con Callas en La Scala), Bellini (Sonnambula con iguales protagonista y teatro), Verdi (Falstaff en Viena), Beethoven (Fidelio en el mismo escenario), Wagner (Tristán e Isolda en Munich)…
Fueron sonadas algunas de sus interpretaciones de Mahler, sobre todo de la Sinfonía n° 2, Resurrección. Levitaba en el crescendo final del coro en el momento de entonar la oda de Klosptock y lograba prestaciones de los músicos a sus órdenes más allá de lo usual: su gesto, tan habitual, de agarrar la batuta con las dos manos acababa de arrastrar materialmente a las centurias que lo seguían y que respiraban con él. Recordemos también que Bernstein estrenó una de las obras sinfónicas más importantes del siglo XX, la Sinfonía Turangalila de Messiaen, en 1949. Tres años antes había presentado en Estados Unidos la ópera Peter Grimes de Britten. Y obligatorio es consignar aquella interpretación del Concierto n° 1 de Brahms en Nueva York, con Glenn Gould como solista, publicada por Sony en 1998. Tempi muy lentos y desacuerdo entre uno y otro. En la grabación se escucha el pequeño discurso previo de Bernstein curándose en salud. Curioso.
Además de director, Bernstein fue un magnífico pianista, que tocaba Mozart maravillosamente, aunque nunca se prodigó en este campo como en el de la dirección; y, claro es, en el de la composición, en el que brilló de manera especial y para el que construyó un extenso y llamativo corpus. Era eso que se llama un ecléctico: un creador dotado de un magnífico oficio, de una formación intelectual muy completa, que bebía de la tradición neorromántica y de las fuentes de la música popular de América. Encontramos en su música rasgos de Aaron Copland, de Walter Piston (su maestro), pero también, naturalmente, de Mahler y aun de Stravinski o Bartók. Sus planteamientos eran fundamentalmente diatónicos, pero no le hacía ascos a un pasajero atonalismo o, incluso, a un episódico serialismo. Hay en muchas de sus obras una base expresiva o argumental relacionada con su procedencia judía, así en sus tres sinfonías: n° 1, Jeremiah, n° 2, La edad de la ansiedad (que puede considerarse también un concierto para piano y orquesta y que resulta en algunos momentos muy banal), y n° 3, Kaddish. Bernstein hace profesión de fe y comunica un mensaje espiritual consolador.Bernstein nos gana por su soberbia orquestación, por su manejo de los ritmos, con frecuencia derivados del jazz, y por su frescura
Bernstein nos gana, entre otras cosas, por su soberbia capacidad de orquestación y su manejo de los más variados ritmos, con frecuencia derivados del jazz. La estructura formal no adquiere en él una ordenación rigurosa y es muy elástica y proclive a la improvisación, lo que otorga a su música una frescura magnífica. Se sirve a su manera de una tonalidad excitante y excitada, que da paso a excursiones episódicas a lo modal, al empleo de estratégicas disonancias, de eventuales procesos cromáticos y al manejo eficaz de formas actualizadas del pasado. Frente a la densidad, emocionalidad, impacto sinfónico e incluso teatral de sus sinfonías u obras sinfónico-corales, se sitúa, por ejemplo, la espléndida Serenade, de 1954, una especie de oasis espiritual donde avistamos evidentes conexiones con un sui generis stravinskianismo, gracias entre otras cosas a una magistral utilización del ritmo y a una incisiva instrumentación. Lo que no impide la existencia de ocasionales ecos mahlerianos o bartokianos. Prevalece también un olfato infalible para el trabajo de la variación.
Su ballet West Side Story, con sus bárbaras danzas, es justamente famoso, como lo es la ópera Candide (1956), inspirada en Voltaire, cuya espléndida obertura se ha hecho famosa como pieza de concierto. Comienza por una estridente fanfarria que da cauce a una sección de enorme agilidad en la que se dan cita diversas frases ascendentes y descendentes. El pasaje subsiguiente cita el dúo posterior Oh happy me. Es una melodía animada, lírica, encantadora. La orquestación es luego variada y aligerada y nos lleva a una coda exultante en la que suenan otros temas de la comedia. Todo desemboca en un final de contagiosa vibración, un auténtico tourbillon espejeante. Magnífica muestra del arte de un gran y completo músico.