Cuarteto Chiaroscuro. Foto: Eva Vermandel

El cosmopolita cuarteto, defensor del historicismo de Harnoncourt y Leonhardt, interpreta el martes en el Auditorio Nacional a Mendelssohn, Beethoven y Schumann. Les flanquea el pianista Kristian Bezuindenhout.

La revolución en el empleo de materiales revisados, la recuperación de acentos, la utilización instrumental, los ataques, la construcción de fraseos históricos que, en relación con la música antigua, particularmente barroca, supuso la acción de artistas como Thurston Dart, Nikolaus Harnoncourt, Gustav Leonhardt, Frans Brüggen y un largo etcétera, vino para quedarse y para ampliar su radio de acción a épocas y pentagramas posteriores instalados en el clasicismo, romanticismo y postromanticismo. En relación con esto último, iniciativas como las tan notables llevadas a cabo por John Eliot Gardiner, con su Orquesta Revolucionaria y Romántica, o, más recientemente, François-Xavier Roth, con su Orquesta Les Siècles, han seguido abriendo caminos.



Como los que, en el campo de la música estrictamente camerística, han abierto por ejemplo los Cuartetos Mosaïques o Festetics, en una línea en la que más tarde se han asentado otros arrostrados intérpretes, que buscan avanzar en esa vía en la que se emplean cuerdas de tripa con todas sus consecuencias. Ahí aparece en tiempos muy recientes el Cuarteto Chiaroscuro, fundado en 2005 e integrado por una violinista rusa, Alina Ibragimova; un violinista español, madrileño por más señas, Pablo Hernán Benedí; una violista sueca, Emilie Hörnlund; y una chelista francesa, Claire Thirion. Una pequeña Babel que funciona perfectamente engrasada y cuya sonoridad ha sido descrita por The Observer como "un shock de la mejor clase para los oídos".



Este notable conjunto vuelve a la sala de cámara del Auditorio Nacional para intervenir este martes en el ciclo Liceo de Cámara del CNDM con un programa que va del romanticismo temprano al romanticismo pleno; y lo hace en compañía de un artista con el que ya ha colaborado en ocasiones precedentes, el fortepianista sudafricano Kristian Bezuindenhout, un músico de enorme fantasía, hábil en el adorno, elegante en la línea, gracioso en las exposiciones, respetuoso al máximo de la letra y el espíritu, original en las repeticiones. Siempre preciso, pero, también, siempre ameno, fantasioso y libre, que suele tocar un instrumento de Paul McNulty, construido en la República Checa en 2009, según el modelo de un Anton Walter & Son de Viena, 1805.



El programa anunciado para el concierto del día 11 de diciembre es de enorme belleza. Se abre con una selección de las inefables y famosas Canciones sin palabras de Mendelssohn, en las que los dedos ágiles del fortepianista podrán clarificar las esbeltas líneas melódicas y dotar de motricidad a los tiempos contrastados. Después, en el centro de la sesión, el impresionante Cuarteto n° 7 en fa mayor, Razumovsky n° 1, de Beethoven, quizá el más revelador de los tres de la op. 59. "Un verdadero acontecimiento en la historia del género", en palabras del musicólogo Bernard Fournier. Su arquitectura, su lenguaje, su contenido expresivo, sus inéditas texturas dan pie para afirmarlo. Adopta un tono nuevo y persigue una forma de elocuencia que era hasta entonces extraña al género y que se advierte en un flujo discursivo de períodos más largos de lo habitual, una retórica extravagante. Pero sobre todo introduce en el universo de la forma un lirismo de una plenitud sin precedentes. No hay en la obra una célula generadora común a los cuatro movimientos, ni afinidad motívica especial. El hilo conductor consiste más "en un caminar a través de cuatro universos estéticos muy contrastados que en una progresión que implique, por ejemplo, un aligeramiento del primer movimiento para poner en valor el Finale".



La admiración wagneriana

Es curioso que quien estrenara el Quinteto para piano y cuerdas mi bemol mayor op. 44 de Schumann, que cierra el concierto, fuera precisamente Mendelssohn, que el 29 de noviembre de 1842 se sentaba para interpretarlo al piano en casa de unos amigos, los Voigt, aunque la obra se había escrito para la esposa del autor, Clara. Era la primera versión. La definitiva vería la luz en 1843, en la Gewandhaus de Leipzig, con Clara ya al teclado. Es interesante recoger este juicio de Wagner, que conoció la composición poco más tarde en Dresde: "Su Quinteto, querido Schumann, me ha gustado mucho; rogué a su querida mujer que lo tocara una segunda vez. Tengo muy presente todavía el espíritu de los dos primeros movimientos. Veo el camino que quiere usted seguir y puedo asegurarle que es también el mío". "La obra -afirma el musicólogo Ménétrier- es un modelo incomparable de dinamismo y de frescura. En ella se alía el rigor del estilo del cuarteto a la fantasía imaginativa, a la riqueza y a la libertad concertante de la escritura pianística de Schumann". Todo ello podrá ser debidamente contrastado considerando la categoría de los ejecutantes.