Recuerda muy nítidamente Josep Pons el momento en que, desde el barrio de Gracia, vio la humareda que exhalaba hacia el cielo de Barcelona el Liceo en llamas. “Estábamos ensayando con la Orquesta de Cámara del Teatro Lliure y entró un músico de repente. Estaba lívido. Nos informó del incendio y nos dijo que se trataba de un siniestro total”, recuerda a El Cultural el maestro catalán, hoy director musical del coliseo de Las Ramblas. Era la mañana del 31 de enero de 1994. Paradójicamente, el fuego prendió como consecuencia de las obras de reparación del telón de acero diseñado para prevenirlo. “Luego pasé todo el día pegado a la televisión, en estado de shock”.
Habría que esperar más de cinco años para que el teatro retomara el pulso lírico. Fue el 7 de octubre de 1999. Lo hizo con la Turandot ideada por Nuria Espert. Por eso tiene toda lógica que este lunes (7 de octubre otra vez) sea la última ópera de Puccini la escogida para celebrar el 20 aniversario de aquella reapertura triunfal y, a juzgar por el estado desolador en que quedó el vetusto edificio modernista de 1847, milagrosa. “Aún hay que añadir otro detalle para justificar la elección: la ópera que se estaba representando en el momento del incendio era Mathis der Maler de Hindemith y justo la que venía después era también Turandot”, explica Pons. En efecto, era la versión procedente del Covent Garden con puesta en escena de Andrei Serban.
Así que son tres Turandots las que convergen en esta historia de cenizas, resurrecciones y reinauguraciones. La más reciente, que tendrá en el foso al propio Pons gobernando a la Sinfónica y el Coro del Liceo, ha sido confeccionada por Franc Aleu, habitual ideólogo en el apartado audiovisual de los efectistas montajes de la Fura del Baus. Aquí da un paso adelante y asume el rol de regista para construir un universo distópico, hipertecnificado y saturado de metáforas en el que los robots saltan a las tablas. En medio del espacio escénico, donde la carpintería y lo audiovisual se confunden como en un trampantojo, aparece una enorme pirámide que hace las veces de trono del emperador y hogar de Turandot, a modo casi de sarcófago. Además, una imponente estructura giratoria con seis bloques de gradas y coronada por dos brazos robóticos ‘encarna’ una especie de Leviatán futurista y panóptico que controla y, llegado el caso, devora a ciudadanos inermes ante su poder omnímodo. Es una propuesta que pone en primer plano temas candentes de nuestra contemporaneidad: los mecanismos de control social, la espectacularización del linchamiento y la intromisión sistemática en la esfera privada. “Es mundo creado para atraparnos como moscas y crearnos una adicción irresistible”, asegura Aleu.
“El espacio escénico es el mismo en todo momento de la obra pero muta y se transforma como las pantallas de una videojuego”, continúa el director de escena. Pasamos de planos generales de la ciudad tiranizada, a un concurso televisivo o un lúgubre espacio para la tortura y la ejecución de los disidentes. Para levantar este mundo ‘hi-tech’ ha tenido como cómplices a Susana Gómez, codirectora de escena; el espacio escénico de Carles Berga, el vestuario futurista con luces led controladas por wifi de Chu Uroz; y el complejo sistema de iluminación de Marco Filibeck. Aleu también ha tomado algunas decisiones en relación a los personajes que se salen de ciertos tópicos y querencias. Turandot, la princesa devorahombres, habitualmente un ser frío y distante, cobra un insólito relieve humano. La abnegada esclava Liu (según algunos, trasunto de la criada de Puccini Doria Manfredi, que acabó suicidándose por culpa de sus devaneos extramaritales) ve potenciada su dignidad ante el drama que debe afrontar. Y el audaz Calaf, en cambio, sale damnificado en esta actualización al ser delineado psicológicamente como un acosador. “Es un hombre que entiende demasiado tarde la dimensión de la tragedia que ha ocasionado su ceguera”, señala Aleu.
Este planteamiento distópico intenta ser coherente con el simbolismo con el que Puccini quiso envolver su obra. Era un deseo motivado por su deseo de apartarse del verismo cultivado por Verdi. “Por eso se escora hacia influencias francesas, sobre todo de Debussy y Scriabin”, apunta Pons, que tendrá bajo su batuta un elenco de postín (Irene Theorin, Lise Lindstrom, Jorge de León, Gregory Kunde, Ermonela Jaho y Anita Hartig) al que debe cuidar para que no tengan que desgañitarse en el esfuerzo de traspasar el sonido tan denso y masivo pergeñado por el compositor toscano. Es significativo además que Schönberg, dinamitador de la melodía, ensalzara esta partitura del más dotado melodista de la época. “Se entiende –argumenta Pons- Puccini aquí se acerca al Schönberg de los Gurrelieder y de Pelleas und Melisande, que contienen también una magníficas y exuberantes orquestaciones”.
A su juicio, Puccini se propuso además restaurar la belleza contra el feísmo que había calado en algunos discursos estéticos del romanticismo. “En realidad, no se dejó influir tanto por el entorno experimental que le rodeaba. A pesar de la disolución de la melodía, él la sigue reivindicando aquí. Puccini caminaba solo. En cualquier caso, las comparaciones sobran: Turandot emociona en cualquier época, es intemporal”.