Regresa Cecilia Bartoli (Roma, 1966) con una nueva aventura discográfica, tan bien planeada, realizada y consumada como todas las anteriores; y, otra vez, con un inteligente planteamiento y una poderosa motivación argumental centrada en la legendaria figura del más famoso castrato de la historia: Carlo Broschi, Farinelli, un cantante que levantaba pasiones y que concluyó prácticamente su carrera cuando aceptó, en 1737, ingresar en la corte española y entrar al servicio de Felipe V, a quien le cantaba todas las noches unas cuantas arias a fin de aplacar sus migrañas. Por supuesto, no es la primera grabación que parte de ese pie argumental y que tiene al cantor como protagonista. Contratenores, sopranistas (una derivación de la voz anterior), sopranos y mezzos femeninas se han apuntado a este carro.
Es evidente que la voz que más puede asemejarse a la de un castrado, tenga este timbre de soprano o de mezzosoprano –o, incluso, de contralto– es la de una mujer. La ventaja para ellos es que la podían manejar a partir de una caja torácica masculina. De ahí que encontremos del todo razonable las propuestas nacidas del órgano fonador de una dama. En este caso, doña Cecilia, como siempre, parte de un estudio en profundidad de los recuperados pentagramas salidos de la pluma de compositores tan afamados en su tiempo como Caldara, Hasse, Giacomelli y, naturalmente, Riccardo Broschi y Porpora, estos dos últimos hermano y maestro del castrato, respectivamente. No se hace referencia a los arrullos nocturnos del monarca.
A veces suena desabrido pero el canto es espectacular y de la más alta calidad. Bartoli destapa la caja de los truenos
Cantar con el diafragma
La mezzo romana hace una vez más gala de su impecable técnica y de su variada paleta de colores. Podemos seguir así de nuevo sus evoluciones que se apoyan, más que en el timbre vocal, el de una mezzo lírica o aguda de tinte más bien oscuro, o que en el volumen, más bien corto, en el arte para controlar el aire y administrarlo con una sabiduría singular. Lo que equivale a decir que trabaja impecablemente uno de los resortes esenciales del arte de cantar, el músculo básico, el diafragma.
Es cierto que en ocasiones el sonido en el forte puede resultar desabrido y que la coloratura, en las páginas que requieren un canto concitato o de bravura, quizá se antoje excesivamente percutida, en un permanente staccato. Pero el canto es espectacular y los pasajes spianato, a media voz, con abundantes filados, son de la más alta calidad. Lo pone a prueba la cantante a cada paso. Así en Vaghi amori, grazie amate de La festa d’Imeneo de Porpora, en donde exhibe un elegante legato y un admirable fiato. O en el expresivo recitativo de Lontan… y el aria Lusingato dalla speme de Polifemo, del mismo compositor, en donde se luce el oboe obbligato.
En los pasajes de bravura Bartoli destapa la caja de los truenos y canta, con su característico estilo, sin desconocer ninguna de las abundantes piruetas vocales. Como en Si, traditor tu sei de La Merope de Riccardo Broschi, con los vientos a todo trapo. Canto nervioso, agitado. Como el que despliega en Come nave in ria tempesta de Semiramide, asimismo de Porpora. Muy bellas son también las iniciales intervenciones del chelo en Questi al cor finora ignoti de La morte d’Abel, de Caldara. Y maravilloso el expresivo recitativo de Signor la tua speranza, seguido de un canto auténticamente furioso en el aria A Dio trono, impero a Dio de Marc’Antonio e Cleopatra, de Hasse. Son contadas muestras de todo lo que el disco nos ofrece y que aparecen servidas en lo instrumental por el soberano conjunto Il Giardino Armonico, que dirige con su reconocida autoridad y nervio Giovanni Antonini.