Muy relevante nos parece la triple sesión de la Orquesta Nacional a partir de este viernes, dedicada al compositor y director británico Thomas Adès (Londres, 1971), una de las indiscutibles figuras de la música inglesa de nuestros días, autor de obras sinfónicas de gran aliento y de óperas de reconocido éxito, como Powder Her Face, The Tempest y The Exterminating Angel, esta última, con la base literaria que empleó Buñuel para su famosa película, estrenada en Salzburgo en 2016.
Destaca Ulrich Dibelius como principales características del estilo de Adès la habilidad a la hora de plasmar colores. Es como si fuera un equilibrista del timbre a quien, cual un segundo Britten, las ideas musicales le llegaran como por arte de magia. Con juvenil frescura y un sutil poder de convicción logra que su amor por las tinturas “desemboque en puentes comunicativos más familiares”. Se da en él, apuntamos, una suerte de rara combinación entre la minuciosidad del orfebre y la libertad del amante de la naturaleza.
Adés logra en su música atmósferas rarificadas de enorme atractivo tímbrico, que se valen por sí mismas para otorgar poder y energía internas a sus pentagramas, sin atender a otros parámetros de índole constructiva o melódica. Aspectos reconocibles en su Concierto para violín, de 2005, estrenado en España por la Sinfónica de Galicia hace unos años y que ahora aterriza en los atriles de la Nacional. Adés, como compositor completo que es, no rechaza la utilización de elementos temáticos y en particular rítmicos dentro de un discurso general muy libre y siempre animado.
Esta composición será el eje sobre el que gire esta nueva cita con la formación madrileña, presidida para la ocasión precisamente por el propio autor. Quién mejor que él para revelarnos los secretos de la partitura batuta en mano y para abrir el mundo de fantasía que se encierra en ella. Todo comienza en el primer movimiento, Rings, con animadas irisaciones del solista en un juego apoyado en pedales y ondulaciones del conjunto. Un continuo ir y venir, arriba y abajo, con descargas pasajeras, a modo de lejanas amenazas. Poco a poco el canto del violín toma cuerpo lírico y plantea ocasionales diálogos con el tutti sin cejar en su permanente vaivén. La línea protagonista se integra en el todo como un elemento más sin dejar de estar siempre en primer plano, lo que denota una notable habilidad por parte del autor.
El segundo tiempo, Paths, es bastante más largo; y más complejo y nos trae recuerdos del Concierto de Berg. Como en éste, escuchamos discretos contracantos en los vientos, que ayudan a subrayar lo sombrío de la música, reforzada por los amenazadores y oscuros diseños que acompañan al soliloquio del violín. En el tercer movimiento, Rounds, lo danzable adquiere protagonismo y son las maderas las que juegan en primer plano junto al rítmico timbal. Paulatinamente, la música se espesa y adensa al tiempo que, por encima, el canto del violín llega a su máximo esplendor; relativo, por supuesto, en una obra oscura como ésta. Un cortante acorde hace enmudecer al parlanchín protagonista, aquí en el violín de su creador, Anthony Mawood.
La magnífica composición estará escoltada por otras dos bien diferentes. Por un lado, Pas de deux del pájaro azul, una fantasía de Stravinski sobre el dúo entre el ave y la Princesa Florine del ballet La bella durmiente de Chaikovski. Por otro, y como remate de la sesión, la Octava Sinfonía de Beethoven, una obra muy apta para que el director pueda ofrecer sus credenciales como hábil desentrañador de las jugosas líneas melódicas y de la espirituosa naturaleza, tan refrescante, de esta “estimulante travesura” sinfónica.