No hay duda de que la francesa Nathalie Stutzmann es una de las personalidades musicales más interesantes de los últimos años. Contralto, de pequeño estuche, eso sí, dominadora de un género tan difícil como el lied, en el que brilló especialmente cantando los tres ciclos schubertianos, y recreadora de algunas de las más importantes obras del barroco, en las que empezó a participar también como directora. Más modernamente, y desde hace ya unos cuantos años, ha pasado a ocupar algunos relevantes podios de Europa y América, acreciendo en saberes y ampliando su formación.
Es curioso que una artista como ella, tanto tiempo dedicada al íntimo mundo de la canción, se haya convertido en una directora de renombre. Su formación musical la avala; como los resultados que obtiene, lo que hace que se haya desempeñado ya como titular de alguna orquesta de prestigio, como la finlandesa Kristiansand Symfoniorkeste, a la que deja en unas semanas para encaramarse al podio de una nueva y más importante formación (tiene pendiente anunciarlo). Pero actúa, cada vez en mayor medida, al frente de otras muchas. La Nacional es una de ellas. Recordemos que la dirigió hace unos cuatro años en un concierto en el que aparecía también el contratenor Philippe Jaroussky.
En Stutzmann, que ya lideró la formación acompañada de Jaroussky, prima la musicalidad y el buen gusto
La obra sinfónica base era la suite La Arlesiana de Bizet. En ella mostró Stutzmann sus credenciales como rectora: buen criterio musical, amplios brazos, batuta elástica y volandera, de trazado claro, un tanto desmadejado; quizá a falta de una mayor precisión y de un vigor más decidido. Pero primó la musicalidad y el buen gusto. Algo que esperamos se dé también en esta nueva visita a Madrid, al Auditorio Nacional, los días 11, 12 y 13 de diciembre, para cursar un programa –que tuvo que modificarse por la pandemia – en el que se sitúan tres obras significativas.
La primera es moderna, salida de la inspiración de la compositora norteamericana Missy Mazzoli: Sinfonia (for Orbiting Spheres), una meditación sonora camerística sobre las órbitas planetarias que estrenó en 2013 la Filarmónica de Los Ángeles. Un título –Sinfonia– que no hace alusión al género orquestal que el común de los mortales asocia con Beethoven, sino a la denominación medieval italiana de la zanfoña. El ascenso a los astros (Per aspera ad astra) es también el motto latino comúnmente asociado a la Quinta sinfonía del compositor alemán, debido al estallido solar en el que desemboca el sombrío scherzo al enlazar con el finale. Hacen falta redaños para acometer con garantías esta obra clave del repertorio, ejemplo máximo del empleo de la variación temática a partir de una concisa célula básica.
Nada de gritos
Una prueba para cualquier batuta. La de Stutzmann se habrá orientado, en la franja central del concierto, a servir una selección de pentagramas de una de las óperas fundamentales de Gluck, Ifigenia en Tauride, muy admirada por el propio Beethoven. Resplandecen en ella las características principales del lenguaje del músico nacido en Eresbach (Alto Palatinado), desarrollado en ese continuum, que en el fondo parte de una forma elaborada del antiguo récit de Lully en pos del ideal que preconizaba Rousseau: severa simplicidad, tono vocal medio, pocos sonidos sostenidos, nada de gritos. En el concierto que comentamos las partes cantadas corren a cargo de la muy saludable soprano inglesa Elizabeth Watts, de límpida emisión y sonoridades aterciopeladas; quizá un punto en exceso lírica para un papel que estrenó en París, en 1779, la gran Rosalie Levasseur.