La Novena de Beethoven es como El Mesías de Haendel. Llegadas ciertas fechas vuelve a reaparecer. Lo va a hacer ahora con todos los honores en la temporada de la Nacional, que de este modo remata por ahora su acercamiento al 250 aniversario del nacimiento del músico, de quien se han ventilado todas sus sinfonías en el primer trimestre; con resultados más que dignos. La suprema concisión del último Beethoven, su alto grado de síntesis, se nos muestran diáfanamente en esta partitura, la única que introduce coros, lo que no era poca novedad, bien que otros músicos menores, como Winter o Maschek, ya los habían empleado. El músico Vincent D’Indy resaltaba que todos los temas tipo de la obra están diseñados a partir de un arpegio (figura derivada de la enunciación sucesiva de las notas de un acorde). De ahí que se pueda por tanto considerar a ese diseño como el verdadero tema cíclico de la composición, que no es sino “una lucha entre los diversos estados de este tema, inquieto y cambiante, en los dos primeros movimientos”.
Pocas obras tan difíciles de traducir como esta Novena sinfonía. Desde un punto de vista musical plantea innumerables problemas de ejecución, dada la originalidad de sus estructuras y la ordenación de aconteceres, en un desarrollo continuo muy propio del compositor, que, con esta partitura, planteó un nuevo modo de actualizar la forma sonata, estableciendo en primer lugar una original sucesión de movimientos y luego recurriendo a la presencia de las voces humanas. El músico llevó al paroxismo los planteamientos de sus inmediatos y admirados antecesores, los grandes clásicos Mozart y Haydn. La complejidad y originalidad de la composición se apuntan ya desde su mismo nacimiento, con esa difusa y problemática búsqueda de la tonalidad principal. No sabemos si estamos en mayor o en menor. Todo es pianísimo. La larga y tenue armonía de dominante produce un doble pedal prolongado durante catorce compases. Los primeros violines, contestados por violas y contrabajos, marcan un ritmo entrecortado en el que se contiene la semilla del primer tema, en un dibujo y atmósfera que no parece tener antecedentes.
Será interesante comprobar cómo la clarificadora batuta de Juanjo Mena, que ya se ha enfrentado a este ‘miura’ numerosas veces, y que es el encargado de llevarla a buen puerto en esta oportunidad, resuelve esas primeras escaramuzas. Tendrá a sus órdenes a una OCNE en buena forma. Esta, tal y como se viene haciendo en los últimos meses a causa de la pandemia, tocará en el Auditorio Nacional con un orgánico más reducido edificado sobre la base armónica de tres o quizá cuatro contrabajos. Mena conoce bien a sus músicos. Podrá despejar las sombras de ese inicio, dotar de impulso al desaforado y persistente ritmo del scherzo, conceder la atmósfera poética requerida al adagio molto e cantabile y obtener, sin perder el norte constructivo, el vigor y el impulso del finale sinfónico-coral.
Hay un cuarteto solista muy interesante encabezado por la soprano inglesa Lucy Crowe, soleada y lírica, a quien recordamos en una estupenda Rodelinda de Haendel en el Real. La mezzo será Cristina Faus, una artista inteligente y musical, que sale siempre bien parada de las más comprometidas citas. No es del todo grato el timbre del orondo y algo nasal tenor alemán Christian Elsner, pero muy apropiado para su cometido. El barítono, que no bajo, es el noruego Audun Iversen, bien pertrechado en sus tres registros.