No es Arcadi Volodos un desconocido por estos pagos. De él y de su singularidad como teclista tenemos sobradas pruebas. Lo comprobaremos de nuevo este martes dentro del ciclo Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Podremos seguir así en el Auditorio Nacional sus siempre interesantes evoluciones ante el instrumento y comprobar hasta qué punto fueron penetrando en él los efluvios de una rica tradición anclada en un esplendoroso pasado.
En efecto, Volodos, nacido en la antigua Leningrado en 1972, es uno de los frutos de una ilustre línea de pianistas herederos de la gran tradición nacida de las manos, sensibilidad e intelecto del histórico Alexander Goldenweiser, de cuya discípula, Galina Egiazarova, siguió las enseñanzas en el Conservatorio de Moscú. Es significativo que Egiazarova ha colaborado igualmente, en calidad de profesora asistente, con otro discípulo de Goldenweiser, Dimitri Bashkirov –desaparecido hace pocos meses–, primero en Moscú y años más tarde en la escuela Reina Sofía de Madrid, en la que acabó recalando nuestro protagonista.
La oronda figura de Volodos ofrece seguridad en sí mismo. Sus movimientos son pausados, sus gestos, controlados, su mímica, parva. Pero a la hora de sentarse ante el teclado muestra una formidable variedad de registros. Rasgos que hacen que actúe perennemente equilibrado, lo que en buena medida es así, pero no del todo: por debajo de la apariencia corre una turbulenta emocionalidad que se despliega con contundencia y, curiosamente, mucho orden, lo que permite que sus versiones de obras de muy distintos repertorios aparezcan habitualmente construidas con mucha propiedad. No es difícil, sin embargo, advertir tras las apariencias formales ese fuego que anima los pentagramas desde dentro y que termina por configurar interpretaciones incendiarias, que devoran al pianista y al oyente. En la actualidad, Volodos, tras recorrer un largo trayecto, se nos presenta como un artista muy completo, superadas antiguas rigideces.
Junto a su magnífica pegada, a su justeza y exactitud de reproducción, a su infalible control de acontecimientos y sabia regulación de intensidades, descubrimos en el pianista a veces otras cualidades de signo más íntimo, más efusivo, que nos facilitan el acceso a los arcanos más entrañables de las páginas del clasicismo o el primer romanticismo. Y eso que el artista, en su deseo de quemar etapas, huye de la mecanización en pos del humanismo: “En nuestro mundo cada vez tendemos más a tocar como si fuésemos máquinas”, ha manifestado. De hecho, no es de los que estudian horas y horas haciendo escalas para encontrar la perfección; lo fía todo con frecuencia a su facilidad natural y a su instinto.
Este bagaje, esa sapiencia, esa madurez cuando se aproxima a la cincuentena, hacen que esperemos del artista ruso lo mejor y que nos ilusione verlo y escucharlo, máxime, como es el caso, en un progra-ma de altos vuelos románticos que incluye nada menos que la magistral Sonata en Re mayor D 850 de Schubert y las 7 Fantasías op. 116 de Brahms. Pianismo en plenitud que, como aperitivo, viene precedido por el más ligero aunque ameno de Muzio Clementi, representado con la Sonata en Fa sostenido menor op. 25 n.º 5.